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El último grito blanquiazul

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Capitán entre lágrimas: Se despide de Matute en hombros de sus compañeros rumbo a un nuevo destino.

La noche se vistió de azul y blanco como en las grandes ocasiones, aunque el calendario dijera que solo era un partido más de liga. Matute se llenó de voces, de tambores y de cánticos que parecían empujar a un equipo que venía acostumbrándose demasiado a sufrir fuera de casa. Esta vez, sin embargo, la historia fue distinta: Alianza Lima ganó 3-1 a ADT, con contundencia desde el primer minuto, como si supiera que esa noche no estaba en juego solo el marcador, sino la memoria.

En el césped, el balón rodaba con el peso de lo inevitable: el adiós de Erick Noriega. Capitán por una noche, hincha eterno desde la cuna, caminó hacia la cancha con lágrimas contenidas y con el alma en el bolsillo. Cada toque suyo era un gesto de despedida. Cada pase, un recordatorio de que a veces el fútbol no se juega solo con los pies, sino con el corazón.

Las tribunas lo aplaudieron con la devoción que no distingue entre ídolos y soldados. Sabían que esa camiseta, que parecía hecha para él, tendría que doblarse y guardarse como reliquia. Noriega se iba del club de sus amores para dar el salto más grande de su vida: Firmar por Gremio de Porto Alegre. La noticia cayó como trueno en La Victoria, donde la gente aprendió a celebrar las victorias y llorar las despedidas al mismo tiempo.

Hernán Barcos, con la sabiduría del capitán que ha visto pasar generaciones, lo dijo sin rodeos:
“Es por merecimiento. Ir a Gremio es merecimiento. Él es un hincha más, le duele irse, pero sabe que es por su crecimiento. A nosotros nos queda el dolor de que se vaya, pero también la felicidad de verlo volar.”

Jerarquía pura: Barcos y el sello del 3-1 en Matute, frente al ADT de Tarma

El estadio, convertido en escenario de un ritual colectivo, entendió que esa venta no era solo un negocio, sino una señal histórica para el fútbol peruano. Un hijo de Alianza, de apenas 24 años, partía hacia uno de los gigantes del Brasilerao. Y lo hacía entre lágrimas, pero con la frente en alto, como quien cruza una frontera invisible.

El 3-1 fue anecdótico, aunque en la tabla Alianza empieza a recomponerse. En lo local, intenta sanar sus deudas en Matute, ese templo que a veces se convierte en carga. Y en lo internacional, todavía saborea la victoria en la Copa Sudamericana que lo mantiene con vida. Pero aquella noche, todo lo demás fue ruido.

Lo que se quedará en la memoria es el instante en que Noriega levantó los brazos hacia el cielo de La Victoria, golpeó el pecho con la fuerza de los que aman sin remedio y dejó que las lágrimas lo delataran. Ese fue su gol más grande: hacer del adiós una promesa de regreso.

Porque en Matute, las despedidas nunca son definitivas.

De: Carlos Sevilla

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