Desde donde parte el silencio. Ciudad de El Alto, Bolivia, una de las principales zonas expulsoras de migración al Perú.  Fuente: El Comercio.

Hay mercados donde las frutas tienen acento. El “choclo con queso” se pide con tono altiplánico y el “api” ya no es solo bebida, es puente. En las calles donde antes solo se oía quechua peruano, ahora también se escucha aymara boliviano. Nadie lo planificó, pero poco a poco, el idioma ha empezado a cruzar la frontera más rápido que cualquier trámite migratorio.

Desde hace más de una década, pero con mayor intensidad desde la crisis política de 2019 y la inflación de 2023, miles de ciudadanos bolivianos han cruzado la frontera sur del Perú, instalándose principalmente en las regiones de Tacna, Puno y Arequipa.

Si bien muchos llegan en busca de empleo y estabilidad, lo que aportan consigo no se limita al trabajo informal o a la necesidad: comparten comida, música, ritos, palabras y formas de entender el mundo.

En algunos barrios de Tacna, el Día de la Virgen de Copacabana se celebra con tanta devoción como las fiestas locales. Grupos de danza boliviana han empezado a aparecer en desfiles escolares, y en muchas escuelas se ha vuelto común que los niños hablen de “charque” en vez de carne seca o usen mochilas bordadas al estilo de La Paz.

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Color que no cruza solo. Participantes bolivianas en desfile folklórico durante celebración en Tacna. Fuente: Diario Correo

La socióloga Hilda Rosa Otoya Ramírez, docente investigadora con estudios de doctorado en Humanidades y experiencia en gestión pública y privada, señala que la migración boliviana hacia el Perú no puede explicarse únicamente desde el aspecto económico.

“La migración boliviana no solo es desplazamiento físico, es intercambio cultural constante. No traen solo mochilas, traen una manera distinta de ver el mundo. La comida, el arte, el lenguaje, incluso los matrimonios mixtos, todo eso se vuelve parte de nuestras ciudades”. Señala Otoya.

En regiones como Puno o Desaguadero, donde la cercanía cultural y geográfica ha sido histórica, esta convivencia se ha vuelto cotidiana.

“Hay una identidad andina compartida. La Fiesta de la Candelaria, por ejemplo, congrega a grupos bolivianos de distintas regiones, como Cochabamba o Santa Cruz, que vienen a celebrar, a vender, a bailar. Vienen con su arte, su vestimenta, su gastronomía”, explica.

Pero esa integración no está exenta de tensiones. Otoya advierte que los migrantes suelen enfrentar desigualdad y exclusión.

“Muchos de los que migran vienen por necesidad, no por comodidad. Y eso los vuelve vulnerables: se los emplea como mano de obra barata, se los discrimina por su forma de hablar o vestir, se los mira con desconfianza”.

Desde el plano sociológico, lo que ocurre no es un conflicto directo, sino un reacomodo cultural.

“Puede haber fricción, sí. Pero lo que vemos es más bien un reacomodo. Lo que no podemos hacer es permitir que nuestros compatriotas fronterizos se sientan más identificados con Bolivia que con el Perú. Eso no es culpa de ellos: es una consecuencia de sentirse lejos de Lima, de sentirse poco escuchados”.

Incluso en ciudades como Lima, el reconocimiento sigue siendo un desafío. Para Otoya, no debería sorprender que una persona boliviana vista con elementos culturales propios en espacios como el Centro Histórico.

“Es muy posible que enfrente discriminación, porque hay de todo. Pero no debería llamarnos la atención. El Centro de Lima es un espacio donde todo se mezcla. Entonces, si un boliviano viene con sus características, no tendría por qué sorprendernos. Debería ser un ciudadano más. Bien recibido”.

La especialista concluye que el reto no está en evitar la migración, sino en abordarla con sentido de equidad.

“Nosotros también viajamos. Muchos hemos ido a Bolivia o nos han contado. Está muy avanzado en infraestructura. El problema que enfrentan es de gobernabilidad. Por eso, si vienen aquí, hay que recibirlos con los brazos abiertos. Y si se portan mal, también hay que aplicarles la ley. Como a cualquiera”.

Por: Nikolai Menacho

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