Un adiós sin testigos. Área de check-in completamente vacía.
Donde antes se formaban largas filas de maletas rodantes y despedidas entre abrazos apresurados, hoy solo hay un eco frío. La zona de Check in del aeropuerto parece una sala de espera abandonada. Ni un niño corriendo, ni un adulto mirando con ansiedad la pantalla de vuelos. Solo un silencio denso que no despega.
El letrero de “Tanta” permanece encendido, como una ironía cruel: nadie tiene apuro por comer, ni siquiera por llegar. El espacio vacío, los mostradores cerrados y la ausencia total de movimiento. Esa nada que duele cuando se sabe que allí, alguna vez, partió una vida.
El lunes 2 de junio fue mi último día en el aeropuerto Jorge Chávez. Oficialmente, ya había cerrado. Pero nosotros, los que quedamos en las sombras, seguíamos ahí: embalando, desmontando, guardando lo que fue nuestra segunda casa.
Yo trabajé cerca de 5 meses como parrillero en Pardos Chicken, una franquicia acostumbrada al ruido: al de las brasas, al de los pedidos, al de los clientes apurados que se comían el pollo como si fuera el último vuelo. Pero ese día, el único ruido era el de los tornillos cayendo al suelo.
Afuera ya no llegaban vuelos. Adentro, el aire estaba cargado de polvo y recuerdos. El bullicio de los carritos rodando, las voces en cuatro idiomas, el llamado constante a abordar, se habían vuelto algo parecido a la memoria auditiva de una canción olvidada.
En sus días más vitales, el food court reunía más de quince marcas: La Lucha, Starbucks, Dunkin’, Papa John’s, KFC, McDonald’s. Cada una con sus empleados que llegaban en combis oscuras a las 12 dela madrugada., con frío en las manos y ojeras que no desaparecían. Ahora, los toldos estaban enrollados, los mesones vacíos, las vitrinas sin brillo. Parecía un decorado de película apocalíptica.
Las tiendas, como cadáveres aún tibios, esperan su turno para desaparecer. Las cortinas de tela blanca ocultan interiores ya vaciados: souvenirs que no se venderán, chocolates que nunca endulzarán la ansiedad de un viaje.
Britt Shop y Bel Smart ya no son nombres de comercio, sino epitafios luminosos. Aún prenden sus letreros, como si alguien pudiera volver por última vez.
Verlos así, clausurados y callados, es como ver una casa que se desarma sin testigos. El aeropuerto ya no es una estación de paso. Es una despedida sin destino.
Silencio antes del despegue final. Puestos cerrados en el antiguo aeropuerto durante el proceso de mudanza al nuevo terminal, junio de 2025.
Caminé por el patio de comidas como quien recorre un estadio después del último gol. Ya no quedaban mesas ni bandejas olvidadas. El suelo, antes sembrado de mochilas y apuros, ahora parecía más grande, más mudo.
Por ahí se escuchaban pasos, pero eran los nuestros, los del desmontaje. No los del hambre. Donde hubo risas rápidas y combos familiares, solo quedaba un eco sin origen.
Silencio donde hubo prisas. Patio de comidas sin mesas ni clientes.
Después de recorrer el patio de comidas, regresé al local de Pardos Chicken. Tocaba seguir con la mudanza: desmontar equipos, vaciar estantes, despedirnos sin decirlo, entré a la cámara de congelación estaba vacía, era como mirar un refrigerador que olvidó su utilidad.
Durante los turnos de madrugada, ese lugar era un búnker de insumos: pollos marinados, papas selladas al vacío, aderezos cuya receta era un secreto que todos conocíamos pero fingíamos no saber.
Luis Mejía, Maestro de frituras, se me acercó en silencio.
—Parece un cementerio —dijo.
Afuera, alguien reía con la risa de quien quiere no llorar. Nadie daba órdenes. Alonso quien hasta ese día era el jefe de cocina envolvía hornillas como si protegiera reliquias. André, el chico de limpieza, arrastraba bolsas negras y mascullaba recuerdos.
—Tanta madrugada pa’ esto —me dijo—. ¿Quién me va a decir ahora “buenos días, mi rey”?
No lo dijo para que yo respondiera. Solo lo lanzó, como quien lanza una servilleta al suelo y no espera que alguien la recoja.
El Jorge Chávez era más que un aeropuerto. Movía más de 22 millones de pasajeros al año antes de la pandemia. Y entre esos números también había nosotros: los invisibles. Los que no salimos en las noticias cuando el presidente inaugura una nueva pista. Los que no cortamos cintas, pero sí cebollas.
A partir del 31 de mayo, el viejo terminal comenzó su cierre por etapas. Primero migraron los counters de aerolíneas, luego los cafés, después los restaurantes. Pardos fue uno de los últimos en apagar su cocina. Nos aferramos hasta el final.
Casi todos los equipos tenían etiquetas: “local de San Miguel”, “almacén central”, “Megaplaza”, “Canadá”. Pero no había etiquetas para nosotros.
Nos cortaron la luz en el área de lavaplatos. También el agua. Ya no se podía ni lavar una taza. El aeropuerto, sin vuelos ni clientes, era como una maqueta gigante a medio pintar.
Una vez mientras sacaba cosas al estacionamiento para que los distintos camiones de mudanza distribuyeran las cosas que servían me crucé con un agente de seguridad, solo, haciendo una ronda por la zona de embarque.—¿Siempre patrullas solo? —le pregunté.
—Ya nadie quiere venir. Dice que da pena. Antes hacíamos turnos de tres. Ahora solo vengo yo —me dijo. Y no lo decía con enojo. Lo decía con el tono del que ya entendió algo sin necesidad de que se lo expliquen.
Había caminado hasta el final del pasillo, donde antes los aviones rugían su despedida. Ahora no se oía ni una ráfaga de viento. Me asomé al ventanal como quien visita un campo santo.
La pista estaba ahí, intacta y sola, como si esperara un avión que no va a llegar. Me quedé en silencio, no por respeto, sino porque no sabía qué decirle a esa extensión de asfalto que fue testigo de tantos comienzos. Frente a esa inmensidad vacía, entendí que no solo nos estábamos yendo nosotros. También se iba la costumbre.
Ni una turbina, ni un anuncio por parlante, ni un avión que interrumpa el horizonte. La pista de aterrizaje yace desnuda, cuarteada por el sol y las marcas del uso. Las líneas blancas pintadas sobre el asfalto ya no guían nada. Es un mapa sin viajeros.
El cielo está opaco, sin ningún vuelo que lo corte. Desde la ventana, lo que se ve es la quietud de una herida que ya no sangra. Como si el aeropuerto se negara a aceptar que lo han abandonado.
La pista espera en vano. Zona de embarque sin aviones ni movimiento.
André cargaba su última bolsa negra cuando me miró y dijo:
—Mira todo lo que recogí hoy: pura ausencia.
El jefe de cocina, que llevaba algunos años en la empresa, apilaba las bandejas sin decir palabra. Cuando le pregunté qué iba a hacer ahora, respondió:
—Lo que toca. Empezar otra vez, con menos certezas.
Kelly, la maestra de ensaladas, también formaba parte de nuestro pequeño núcleo. Siempre nos traía algo de comer a Luis Mejía y a mí, como una madre que no puede evitar cuidar a sus hijos, incluso en medio del apuro. Con ella reíamos más que con nadie. Era ese tipo de persona que le sacaba brillo a la rutina. Por suerte, a los tres nos reubicaron juntos en la tienda de Megaplaza. Pero ya no fue igual.
En el aeropuerto, la cocina era pequeña: sin separaciones, sin espacios definidos, todos compartíamos el mismo calor de las hornillas y los chistes del turno. En Megaplaza, cada quien tiene su área, como una gran habitación cerrada. Casi no hablamos. Se fue perdiendo ese contacto que nos hacía más llevadero el turno, más liviano el cansancio. A veces me pregunto si el silencio empezó a mudarse con nosotros.
El viejo Jorge Chávez no era solo una infraestructura. Era una rutina compartida: la combi a las 3:45 a.m., el saludo entre ojeras, el café de cortesía que sabíamos que era de ayer, las bromas de cocina mientras giraban los pollos. No éramos una familia, pero éramos algo más que compañeros.
Antes de irme, toqué la parrilla. Estaba fría, como si también hubiera renunciado. Pensé en las brasas, en el olor a orégano y pollo recién horneado, en los apuros del mediodía. Pensé en mis manos con guantes, sudando, cargando bandejas. Pensé en mí, joven, entrando por primera vez en ese local, creyendo que sería temporal.
Salí sin mirar atrás. Afuera, el sol caía sobre un aeropuerto que ya no era. Y yo, con el uniforme aún puesto, sentí que dejaba una parte de mí entre esas paredes vacías.
Un cierre puede durar una hora. O muchos años. Lo que más cuesta embalar no son las cosas. Es el tiempo vivido.
Por: Nikolai Menacho