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Lima sin milagros

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Último aliento. "Las luces del Nacional no alcanzaron para iluminar el camino a otro Mundial".

En Lima, junio ya no promete nada. El frío ha llegado con una sombra larga y silenciosa. Y mientras en las calles apenas queda ánimo para mirar el cielo, en La Videna, el lugar donde se respira lo último que queda de fe futbolera, la selección peruana entrena con actitud y saben también que solo un milagro podrá cambiar lo que ya parece escrito.

Es domingo. Un colega ecuatoriano me pregunta si esta zona es peligrosa. Un miembro de seguridad, con rostro curtido y palabras justas, le responde sin adornos:
—Hermano, en Lima no hay zona segura. Solo cuida tus cosas y anda acompañado.
Asiento. Ya no es novedad. En este país uno camina mirando al suelo y agradeciendo si regresa con el celular en el bolsillo.

Nos abren las puertas blancas y rojas de la Videna. Las cámaras disparan ráfagas como si quisieran atrapar el último suspiro de esperanza. Paolo abraza a Sonet. Advíncula bromea con el Orejas Flores. Aquino y Reyna juegan con el balón como si fuera un recreo y no una obligación. Flores declara:
—Siempre salimos con mentalidad ganadora. Lo hacemos por nosotros y por la hinchada.

Pero el tiempo no espera. Llega el lunes 9 de junio. Conferencia de prensa en el Estadio Nacional, ese coloso que guarda ecos de Cubillas, Cueto, Chale, el Cholo Sotil… nombres que ya no pisan el césped, pero aún lo habitan como fantasmas gloriosos.

Óscar Ibáñez entra con rostro sereno y voz medida. La sala de prensa hierve. Hay más ecuatorianos que peruanos. El jefe de prensa nos pide calma, pero todos quieren preguntar. Un colega quiteño levanta la voz y lanza la pregunta directa:
—Profe, ¿por qué no llamó a Christian Cueva? ¿No cree que su experiencia podría sumar?

Ibáñez, sin levantar la ceja, responde con firmeza y pausa:
—No está en este proceso. Nosotros priorizamos a los jugadores que están en actividad. Christian fue importante en su momento, nadie lo duda, pero ahora estamos enfocados en este grupo. Y en este momento no es opción.

Habla del partido con cautela.
—Ecuador es un equipo sólido, rápido, con transiciones muy buenas. Nosotros tenemos que estar concentrados todo el tiempo. Va a ser un partido parejo. Vamos a buscar hacer respetar la casa y quedarnos con los tres puntos.

A su lado, Alfredo Casas —veterano de muchas coberturas— me dice en voz baja:
—Carlitos, solo un milagro… pero hay que seguir con la esperanza que todavía se puede.
Yo asiento. Pero por dentro ya no me miento.

No bastó. «Cuando la garra no fue suficiente para soltarse del destino.»

Llega el martes. La noche. El partido.
Las tribunas se llenan de banderas, bombos, y una esperanza terca. Porque el peruano, aunque no crea, siempre espera.

Desde el pitazo inicial, Perú sale con actitud. Con garra. Con ese empuje que tantas veces nos ha dado vida cuando no teníamos juego. Y llega la primera: un balón al área, Paolo Guerrero lo toma de volea. El estadio contiene el aliento. Gonzalo Valle, el arquero ecuatoriano, vuela y evita el gol. El rebote le cae otra vez al Depredador, pero no logra conectar bien. Era el primero. Era el grito ahogado. Era el casi.

No bajamos los brazos.
Edison Flores filtra un pase para Andy Polo por la banda derecha. Polo se mete al área con decisión, remata cruzado, la pelota pasa cerca del segundo palo. Otra vez el grito contenido.

Luego, un tiro libre. André Carrillo, que ve el fútbol desde arriba, lanza un centro preciso. El Orejas Flores la pivotea, pero no encuentra receptor. La pelota muere en el área ecuatoriana como mueren tantas promesas.

En el segundo tiempo, ya con más urgencia que táctica, Perú encuentra un contragolpe. Flores lo lidera. Cruza la media cancha con esa conducción vertical que lo define, y desde fuera del área suelta un remate que pasa apenas por encima del arco rival. El público se levanta. Ya no grita. Suplica.

Carrillo lo intenta. Guerrero se sacrifica. Todos corren como si fuera la última vez. Y tal vez lo es.

Pero el gol no llega.
Ni por entrega, ni por insistencia, ni por milagro. Ecuador, cómodo, juega con inteligencia. Nosotros, con el corazón. Ellos, con puntos. Nosotros, con recuerdos.

El adiós de un Guerrero. No fue el mejor partido del referente, pero dejó todo en el gramado.

Termina el partido. 0-0.
Y las matemáticas se vuelven lápida.

Gallese, con el alma en la boca, dice:
—Hoy servía sumar de a tres. Se vio otro Perú, con actitud, pero ya es muy complicado.

Marco López, entre frustración y dignidad:
—Queríamos ir al mundial, pero creo que regalamos fechas. Al final nos dimos cuenta que podíamos.

Y Paolo… Paolo ya no ruge. Solo habla, como quien despide algo muy suyo:
—Mucha bronca. Mucha tristeza. Me faltan dos partidos y para mí ya estuvo bueno… Pero hay que dejar la vida dentro de la cancha. Los que vengan, que también la dejen.

Mientras recogemos cables y apuntes, llega la ironía final: Ricardo Gareca, el Tigre que nos llevó a Rusia 2018, renuncia a la selección chilena. El mismo día que Perú queda fuera del Mundial.

Como si el destino se burlara. Como si dijera: se cierra el ciclo, y no será con gloria.

Pienso en los ochenta. Yo era niño. Veía a Cubillas como si fuera magia pura. A Chale un estratega sin miedo. A Oblitas, Cueto, Sotil… Jugaban como dioses entre mortales. Salían de intercolegios, de interbarrios, no de vitrinas ni contratos inflados.

Hoy… Hoy solo queda mirar atrás. Alfredo Casas lo dice sin rabia, con resignación:
—Todo es interés ahora, Carlitos. Solo queda pedirle a Dios que este mal sueño cambie.

Y sí. Porque un país también necesita alegrías. Necesita fútbol. Ese que unía a abuelos, padres e hijos frente a un televisor. Ese que hace gritar, abrazar, llorar de emoción.

Ese que, alguna vez, nos hizo sentir orgullosos de ser peruanos.

Por Carlos Sevilla

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