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La ciudad que olvidó su canción

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El Halloween se viste de sabor criollo. La fachada de Pardos Chicken Megaplaza combina calabazas y telarañas con guiños a la cultura peruana, reflejando cómo las empresas locales adaptan la festividad extranjera a su identidad nacional

A pocos días del 31 de octubre, Lima ya eligió su fiesta. Los supermercados y centros comerciales lucen telarañas falsas antes que pañuelos blancos, y los niños piden disfraces antes que guitarras. La noticia no sorprende: la capital celebra Halloween con más entusiasmo que el Día de la Canción Criolla, y en ese gesto cotidiano —decorar con murciélagos y no con cajones— se esconde algo más que una simple moda.

Lima se prepara para celebrar Halloween con más entusiasmo que el Día de la Canción Criolla. En las tiendas, restaurantes y calles, los adornos de calabazas, telarañas y esqueletos han tomado el lugar de las guitarras y pañuelos que solían anunciar el 31 de octubre como día de jarana nacional. Mientras tanto, en regiones como Trujillo, Piura o Arequipa, la resistencia criolla sobrevive entre peñas, radios locales y fiestas barriales que aún se niegan a ceder su espacio al disfraz y al miedo importado.
La capital, en cambio, parece haber cambiado de identidad sin darse cuenta.

Caminar por Lima estos días es como recorrer un escenario prestado. En la avenida Benavides, los maniquíes de los escaparates visten capas negras; en San Miguel, los supermercados ofrecen “packs de dulces terroríficos” y calabazas plásticas de tres tamaños; y en el Centro Cívico, las tienda sdel patio de comida han reemplazado los retratos de Chabuca por afiches con murciélagos sonrientes y telarañas macabras.

Entre pizzas y fantasmas. Papa John’s decora sus locales con globos y telarañas para recibir a sus clientes en medio del espíritu de Halloween que invade los centros comerciales.

En cada esquina, una bocina reproduce canciones en inglés con letras que nadie entiende, pero todos tararean.
Lima, por unos días, deja de ser Lima y se convierte en una versión tropical de un suburbio norteamericano.

En los supermercados, la escena es casi coreográfica. Las cajeras llevan diademas de diablo, los empacadores usan antifaces de calavera, y en la sección de panadería se ofrecen “cupcakes embrujados” junto a los tradicionales turrones de Doña Pepa que ya se despiden del mostrador.
Afuera, un grupo de jóvenes se toma fotos con máscaras luminosas, riendo. El aire huele a plástico nuevo y azúcar procesada. Todo parece parte de un guion global.

“Hace años, el 31 era jarana pura. Ahora los chicos se disfrazan más que cantan”, dice doña Mariela, una vecina del Rímac, mientras limpia el polvo de un viejo cajón criollo. “Yo digo que pronto nos van a vender el pisco sour con sombrero de bruja.”

El sarcasmo es lo único que sigue siendo nacional.

La socióloga Hilda Otoya , consultada sobre esta preferencia limeña por lo extranjero, explica que no se trata solo de una moda, sino de un reflejo cultural.

“Nos puede reflejar, una desconexión generacional de sus raíces, sobre todo más de edad, digamos, en las grandes ciudades o en nuestros contextos sociales. Y eso se debe a la transformación de las prácticas culturales, la influencia del mercado, por otro lado, los medios. Claro, el mercado se va a imponer.
O sea, dejamos de lado todo lo que nos ofrece el mundo local para ir a la esfera global. Entonces, ahí ya vemos que nuestro entorno con respecto a la identidad o a la construcción de la identidad va cambiando.”

La frase de Augusto Salazar Bondy resuena inevitablemente: “El peruano está enajenado porque vive una cultura que no es suya, que le es impuesta.”
Lo que en los años 60 era una crítica filosófica, hoy se ve en las góndolas de Halloween del supermercado, donde padres compran máscaras de superhéroes para sus hijos mientras el altavoz anuncia una promoción de “Cupcakes embrujados dos por uno”.

“Vamos perdiendo el sentido crítico frente a prácticas que vienen de afuera, las importadas. Yo no sé si llegamos a desvalorizar lo nuestro en el sentido que siempre lo extranjero es más divertido, más pintoresco, que nos hace sentir mejor, pero ahí hay un peligro: vamos rompiendo ese vínculo que tanto reclamamos a veces que es la memoria colectiva, el sentido de pertenencia.
Eso no quiere decir que vayamos a rechazar lo extranjero, sino estamos aquí, digamos, cómo es que se presentan las formas de alineación cultural.
” Nos dice Otoya.

En los malls de Lima Norte, las familias pasean entre telarañas de utilería y fantasmas inflables. Los niños correrán disfrazados de zombis y princesas, mientras las tiendas sonara a reguetón con efectos de terror, esta escena —tan cotidiana como absurda— parece resumir el país: una patria con raíces profundas que prefiere mirar hacia afuera.

En provincias, la resistencia cultural tiene rostro y acento. En Piura, las radios locales aún programan a Óscar Avilés y Lucha Reyes. En Cusco, colectivos culturales organizan serenatas criollas en plazas. En Ayacucho, las asociaciones de músicos se reúnen para rendir homenaje a la música costeña desde los Andes.

“Se nota enormemente. Nosotros ya vemos desde agosto, septiembre, vamos viendo que los estantes de las tiendas comerciales van cambiando su mercadería. Poquito a poquito nos van, digamos, haciéndonos sentir que se viene un cambio y que hay que ir a celebrar, digamos, en este caso, en el mes de octubre, con menor intensidad, quizás una fiesta religiosa como la del Señor de los Milagros, de ahí los turrones y por el otro lado la música criolla, pero con mayor intensidad.
Vamos a ver en las tiendas comerciales en los estantes la fiesta de Halloween. Entonces lo que más se va a visualizar y nos iremos olvidando pues de las tradiciones locales. Con las justas podremos rescatar de repente el turrón, los picarones, pero más allá que salga la vieja limeña a caminar por las calles de Lima, bien difícil
.” Añade la Socióloga.

Pero en Lima, el disfraz se ha convertido en identidad temporal. Los restaurantes ofrecen menús temáticos —“Ceviche del Terror” o “Hamburguesa Zombie”— y los bares anuncian “Noche de Brujas Criollas”, donde la única criollada es el precio de las entradas.
En las universidades, los alumnos compiten por el mejor disfraz y publican videos en TikTok bailando al ritmo de mezclas de cumbia y Halloween.
El país que inventó la marinera ahora baila disfrazado de personajes terroríficos y caricaturescos.

La magia también camina. Una niña disfrazada de bruja recorre las calles con su calabaza en mano, reflejando cómo los más pequeños viven la noche de Halloween entre ilusión y tradición. Fuente: ANDINA

Al final del recorrido, uno vuelve a casa con la sensación de haber estado en una Lima paralela. En las calles, el aire sigue oliendo a mazamorra morada, pero los ojos ven murciélagos y luces naranjas.
La socióloga Hilda Otoya concluye que el desafío no está en negar lo global, sino en reapropiarlo con identidad.

“Si bien no podemos dejar ciertas fechas en las que se celebra, digamos, como la fiesta de Halloween, también podríamos paralelamente ir incentivando, como lo que hay, la gastronomía. Entonces corresponderá desde la educación no dejar de lado nuestras tradiciones, promover un diálogo intercultural, o sea, no dejar, si bien no podemos negar, limitar a las personas que elijan libremente, tampoco debemos bajar la guardia.
Con respecto a los espacios públicos, se ven algunos distritos que sí difunden de alguna u otra manera, no solamente la música criolla, sino otras danzas con las que también se identifica nuestro país.”

Quizá el futuro consista en reconciliar ambos mundos: que Halloween tenga cajón, que el vals se atreva a usar máscara, que lo nuestro no se pierda entre lo que llega.
Pero por ahora, Lima sigue disfrazada. Y entre tanto brillo plástico, cuesta encontrar un pañuelo blanco.

Por:Nikolai Menacho

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