
En el corazón del VRAEM, donde la selva se mezcla con la niebla y el peligro con la rutina, más de dos mil policías peruanos patrullan entre ríos, cerros y caminos donde la ley aún se mide en pasos. En estos territorios, la presencia del Estado no siempre llega con uniforme planchado ni sirenas encendidas. Llega con botas empapadas y noches sin sueño.
Jeison Joe Picoy Mendívil se despierta antes de que el sol lo piense siquiera. Afuera, el aire del VRAEM todavía huele a selva húmeda y café recién molido. Dentro del cuartel, el silencio se rompe con botas, silbatos y órdenes que no necesitan repetirse. Es el suboficial de segunda de la Policía Nacional del Perú, destinado desde hace cinco años al distrito de Pichari, en La Convención, Cusco. Aquí no hay bocinas ni avenidas; hay barro, selva y operaciones donde la suerte camina al costado.
Su jornada empieza con entrenamiento físico y termina, casi siempre, con la mente en guardia. No hay domingos ni feriados: hay sesenta días seguidos de servicio y ocho de descanso. En esa matemática de la emergencia, el descanso es una pausa breve entre dos patrullajes largos. “No es para todos”, dice él, y suena más a diagnóstico que a orgullo.

Jeison no trabaja en una comisaría. Lo suyo es la División de Orden Público y Seguridad del Frente Policial Vraem, una unidad especializada en interdicción al tráfico ilícito de drogas. Ellos no redactan denuncias; las enfrentan. Sus rutas no están pavimentadas, sino cubiertas de hojas secas y mosquitos que no distinguen entre héroes y criminales.
De su padre militar heredó el instinto de no retroceder. De su tía y su hermano, también policías, aprendió la disciplina. De la selva, aprendió a no confiar en el silencio. “Aquí se trabaja distinto —dice—. En Lima hay denuncias, conflictos, papeles. Aquí hay monte, pozas de maceración y caminatas de noche.”
Caminar es parte del oficio. A veces durante horas, sin luz, sin señal, sin certeza. A veces sabiendo que al otro lado del sendero hay alguien que no duda. “En un enfrentamiento no hay tiempo para pensar —dice—. O eres tú o es el enemigo.” Lo dice con una calma que sólo tienen los que han aprendido a no mostrar miedo, aunque el miedo siga respirando dentro.
Su rutina parece una lección de paciencia y fe: racionar recursos, improvisar logística, dormir poco. La realidad en provincia no tiene el brillo del uniforme recién planchado ni la precisión de los manuales. Pero en medio de esa precariedad, Jeison habla con convicción. “Así no haya los recursos necesarios, uno sale igual. Cumplir la misión es lo importante.”
Hay algo casi poético en su manera de entender el deber. Tal vez porque, desde los dieciséis años, vive lejos de su familia. “Ya me acostumbré a estar solo”, dice, sin dramatismo. Cada ocho días libres, viaja para ver a su madre y a sus hermanos. Pero el regreso siempre es al monte. “Mi hermano menor me da fuerza —añade—. Quiero que vea que nada es imposible.”
La gente, dice, no entiende lo que significa ser policía en el Vraem. No es una profesión, es una prueba constante. Aquí los errores no se corrigen con informes, se pagan con vida. “Muchos creen que en provincia es más fácil —se ríe un poco—. No saben lo que es estar tres días patrullando en medio de la nada.”
El distrito de Pichari forma parte del Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro, una de las zonas más complejas del país. Allí confluyen los rezagos del terrorismo, el narcotráfico y la pobreza estructural. Desde los años ochenta, el VRAEM ha sido escenario de enfrentamientos entre fuerzas del orden y remanentes de Sendero Luminoso, ahora dedicados a proteger los cultivos ilegales de coca y las rutas de tráfico de drogas. Aunque los titulares suelen centrarse en los operativos o las incautaciones, la vida diaria de quienes sirven en estas bases se sostiene más en disciplina y resistencia que en heroísmo.
Los policías destacados en esta región no solo enfrentan condiciones geográficas adversas; también conviven con la desconfianza de algunos pueblos donde el Estado es una figura distante. En esas circunstancias, la autoridad se gana caminando y escuchando. Cada operativo puede ser una victoria silenciosa, o una línea más en la lista de riesgos asumidos en nombre del orden. Jeison es uno de ellos, un rostro entre cientos que patrullan donde la frontera entre la paz y la guerra se borra con el amanecer.
Jeison quisiera cambiar algo, si pudiera: no las misiones, sino los mandos. “Faltan jefes que vean la realidad”, dice. No suena a queja sino a esperanza: la de tener comandantes que entiendan que la heroicidad no se mide en discursos sino en botas desgastadas.
Para él, servir en esta zona no es castigo ni sacrificio. Es el cumplimiento de un sueño. “Desde niño quise trabajar en zona de emergencia”, confiesa. No lo dice como un héroe, sino como quien se ha reconciliado con su destino. Tal vez porque, después de todo, lo logró: hacer sentir orgullosos a los suyos, aunque su padre ya no esté para verlo.
Octubre del 2024, la selva aún estaba húmeda cuando Jeison y su patrulla fueron insertados en el centro poblado de Virgen Jasa. La misión era clara: Ubicar dos laboratorios clandestinos de clorhidrato de cocaína. No había carreteras ni mapas detallados, solo coordenadas y una orden. “Nos insertaron a las once de la noche —recuerda—, caminamos toda la madrugada, casi todo era río.”

Subieron un cerro enorme bajo la neblina, con el rumor del agua como único sonido constante. El peso del uniforme se mezclaba con el cansancio, pero nadie hablaba. A las seis y media de la mañana, por fin, divisaron el objetivo. El silencio se rompió con el primer disparo.

Los hombres armados que custodiaban el laboratorio respondieron rápido. Las balas cruzaban el aire con un silbido reconocible: el sonido que separa la vida del azar. Jeison disparaba al cerro, sin ver con claridad entre la maleza. “No sabías de dónde venía exactamente el fuego —dice—, solo que te estaban buscando.”
Entonces sintió un golpe caliente en el rostro. Por un segundo creyó que era un impacto. Cayó al suelo, tocó su cara y no sintió sangre. Al mirar al costado, descubrió que no era una bala enemiga, sino el casquillo del fusil de su compañero, que disparaba a pocos metros. “Me asusté por un momento —cuenta—. Pensé que me habían dado.”
El operativo continuó. Repelieron el ataque y tomaron el control del área. Los dos laboratorios fueron destruidos, la operación dio positivo: un detenido, armamento incautado y ladrillos de cocaína y pasta básica recién procesada. Pero el retorno fue otra historia.

Cuando esperaban la extracción en helicóptero, el pueblo cercano se levantó. Algunos encendieron fuego en la falda del cerro, y las llamas comenzaron a subir hacia ellos. El viento llevaba el humo, el calor se acercaba, y el helicóptero no aparecía. “Si el fuego llegaba más arriba, no iba a poder posar”, recuerda.
El grupo resistió lanzando gases lacrimógenos para dispersar a los pobladores. Cuando el ruido del rotor finalmente cortó el aire, las llamas ya estaban a pocos metros. “Nos recogió justo a tiempo —dice—. Si llegaba un minuto más tarde, no lo contábamos.”
El operativo terminó con éxito. La adrenalina se convirtió en silencio durante el vuelo de retorno. Jeison lo cuenta sin dramatismo, con esa mezcla de orgullo y serenidad que solo tienen los que saben lo que significa sobrevivir. “Gracias a Dios salió bien”, concluye. Y aunque suene a frase repetida, en su voz no hay rutina, hay alivio.

En la unidad de Jeison no hay tiempo para el descuido. Su departamento, especializado en operaciones contra el tráfico ilícito de drogas, vive entre la rutina del riesgo y el entrenamiento constante. Allí, cada oficial acumula cursos como cicatrices: operaciones en selva, combate contra subversivos, supervivencia, control de multitudes.
Los entrenamientos no se dictan entre aulas ni pizarras. Se aprenden bajo la lluvia, en medio del barro, entre el zumbido de los mosquitos y el eco de los helicópteros. “Nos enseñan cómo sobrevivir en medio de la nada —cuenta—. Qué plantas comer, de dónde sacar agua, cómo moverse sin ser visto.” No es un aprendizaje simbólico; es el tipo de conocimiento que separa el regreso de la estadística.
También hay cursos de descensos en rappel o fast rope, maniobras que sirven para insertarse en operaciones helitransportadas. Jeison recuerda haber descendido más de una vez desde un helicóptero, con la soga caliente entre las manos y el peso del fusil golpeando el pecho. A veces, esa es la forma más rápida —y única— de llegar a un punto.

Cada cierto tiempo, su unidad realiza reentrenamientos: patrullaje, control de multitudes, defensa personal, estrategias de reacción. Es su manera de no olvidar lo que el peligro enseña a la fuerza. “En cualquier momento pueden decirnos: ‘salimos a operar’. Y uno tiene que estar listo.”
A veces las noticias llegan sin ruido, solo con un llamado urgente a formar, en febrero del 2023, eran las ocho y media de la mañana cuando en la base del Frente Policial se supo que una camioneta de la Comisaría de Natividad había sido atacada en el trayecto hacia Mantaro. Una emboscada.
Jeison recuerda ese momento con una claridad que no parece haber perdido peso con el tiempo. “Dispararon a la camioneta y mataron a todos los tripulantes —dice—. Solo se salvó un capitán.” En el asiento del conductor iba un suboficial de primera, su compañero de promoción.
La noticia cayó como un golpe seco. La unidad se equipó de inmediato y partió a la zona para auxiliar a los heridos. Pero no había heridos. Solo cuerpos. “Cuando llegamos, todos estaban muertos —recuerda—. El conductor todavía agonizaba, pero no resistió.”
Los sacaron en helicóptero, uno por uno, en silencio. Nadie hablaba. Nadie sabía cómo reaccionar. En el aire, el ruido del rotor sonaba distinto, como si acompañara el peso de lo irremediable.
“Fue un mal momento para todos —dice Jeison —. Algo muy triste, algo que nadie esperaba.” Hacía años que no se vivía una emboscada así en la zona. Pero esa mañana recordó a todos que el peligro nunca se había ido, solo había aprendido a esperar.
Cuando se le pregunta por el futuro, no duda. Quiere volver algún día a la capital. No para descansar, sino para seguir aprendiendo. “Ya di mis años de juventud al servicio”, dice sin arrepentimiento. “Ahora quiero nuevas experiencias, estudiar, crecer. El cambio empieza desde uno.”
Tal vez esa frase lo define. En una institución marcada por la rutina y la desconfianza, Jeison sigue creyendo en el cambio. En la misión. En la posibilidad de servir, incluso cuando nadie lo está mirando. En que el deber —a veces— puede ser también una forma de fe.
Por: Nikolai Menacho






