
En tiempos donde las corridas de toros se discuten y se prohíben en distintos rincones del mundo, Coracora, ubicada en Ayacucho las celebra con una devoción intacta. El 6, 7 y 8 de agosto, la Plaza Virgen de las Nieves volvió a abrir sus puertas, como lo hace desde 1965, para una tradición que divide opiniones, pero que en este pueblo de la sierra sur no admite dilema. Este año asistí completo: Desde las bancas donde el sol castiga y las gargantas rugen, hasta el callejón donde arrastran al toro muerto.
Desde temprano el pueblo gira alrededor de la plaza. A las tres empieza la corrida, pero a la una ya los palcos están repletos. Los más antiguos se heredan o se alquilan por años, los otros se improvisan solo para la fiesta. Comerciantes madrugan para alinear sus puestos: Chicharrones, ponche de maní, botellas de pisco, cañaso y panes rellenos de manjar blanco que sudan grasa en las bandejas de aluminio. Afuera, la multitud se apiña bajo sombreros de paja. Adentro, la expectativa se mide en palmas, gritos y trompetazos de la banda.
El calor fue cómplice. Entré acompañado de un amigo, mi Sancho Panza, que me empujaba a mirar donde yo no quería. El ritual empezó solemne, con caballos de paso que danzaban al ritmo de una melodía alegre. Luego sonó el clarín: Anuncio del primer toro.

El animal irrumpió con fiereza, embistiendo el aire como si quisiera escapar de tanta mirada. El público explotó en un coro interminable: “¡Oléeee, oléeee!”. Cada pase del matador, Manuel Jesús Cid, alias El Cid, era celebrado como si la faena fuera un milagro. La plaza era júbilo, aunque lo que ocurría frente a todos era un combate desigual.

Los trajes de los toreros —chaquetillas bordadas con hilos de oro, pantalones ajustados, medias rosas, montera negra— parecían salidos de otro tiempo. Había algo de ceremonia religiosa en su vestuario: cada lentejuela brillaba como si tuviera que distraer del hecho principal, de que frente a ellos estaba un animal dispuesto a morir.
El clarín sonó otra vez. Ingresaron los picadores, montados sobre caballos blindados con vendas y protecciones rígidas. Con la lanza, puyaban al toro en el lomo, un acto que arrancaba más abucheos que aplausos. No porque la gente no quisiera ver sangre, sino porque el exceso arruinaba el espectáculo. La multitud pedía que se fueran rápido, que no quebraran demasiado al toro.
El turno llegó para los banderilleros. Con saltos acrobáticos clavaron cuatro pares de palos de colores en la espalda del animal. Era un acto de precisión y elegancia, pensado para encender al toro después de los castigos anteriores. La plaza rugía con cada banderilla incrustada, mientras la sangre oscurecía el pelaje del animal.
El ruedo se transformaba en un escenario de miradas. El matador, erguido, sostenía la muleta con un temple casi teatral; el toro, con los ojos encendidos, lo seguía con una mezcla de furia y desconcierto. Entre ambos se tejía un diálogo sin palabras, hecho de pasos medidos, giros bruscos y respiraciones contenidas.

Cuando el torero gritaba con voz seca, el animal respondía con embestidas que parecían entendimientos, como si esa tensión fuera un idioma secreto que solo ellos compartían. El público, mientras tanto, oscilaba entre el silencio reverente y el rugido de un “olé” prolongado, que hacía vibrar hasta los muros de la plaza. Era un instante en que la muerte parecía una posibilidad suspendida, pero también un pacto tácito entre hombre y bestia.
La estocada fue el clímax. El matador se cuadró, espada en alto, y se lanzó hacia el pecho del toro. El acero entró de lleno. El animal, aún de pie, brotó sangre a borbotones por la nariz y la boca, hasta que cayó de rodillas.
Un puntillero, como dictan las reglas, le clavó un cuchillo corto en la cabeza para terminar la agonía. El toro quedó inerte.

Entonces vino la celebración: La banda tocó con fuerza, los donantes del toro entraron con cajas de cerveza y bañaron al animal muerto en espuma, posando sonrientes junto al cuerpo. Después, dos toros robustos arrastraron el cadáver fuera del coso, en medio de aplausos y música.
Pero lo que ocurre afuera es distinto. Allí, el toro era degollado para desangrarlo. En ese instante, la familia donante bebía vasos de la sangre caliente, convencidos de que así absorbían la juventud del animal. Una práctica que se repetía entre risas, pasos en falso y supersticiones heredadas. El cuerpo, después, era pisoteado hasta quedar seco.

La corrida seguía. El público regresaba a su asiento, ya con la expectativa del siguiente toro. Aquí no hay descanso: La tradición exige tres días de corridas, con toreros nacionales e internacionales, caballos que bailan con elegancia y cuadrillas que cumplen con rigor cada paso del ritual. Todo en honor a la Virgen de las Nieves, patrona de Coracora.

Lo que ocurre en la plaza es un espectáculo contradictorio: es fiesta y es muerte, es devoción y es crueldad, es sangre que corre junto a cerveza que espumea. Una costumbre que, aunque polémica fuera, aquí sigue intacta. En esta sierra sureña, cada agosto, la música de la banda y el último resoplido del toro suenan al mismo tiempo.
Por:Nikolai Menacho






