
Cada 2 de agosto, en Coracora, Ayacucho, miles de fieles ascienden al nevado Pumahuiri para rendir homenaje a la Virgen de las Nieves, patrona del pueblo. La caminata, que se inicia en plena madrugada y se extiende hasta el amanecer, no es solo tradición, es una prueba de fe inquebrantable, donde el frío corta la piel, la altura aprieta los pulmones y el cansancio se convierte en ofrenda. En esta tierra andina, la devoción no se proclama, se camina.
Me acosté temprano, o eso intenté. El primero de agosto a las once de la noche cerré mi cámara y sus lentes como quien guarda armas para una batalla que ya conoce el resultado: el cansancio contra la fe. Preparé ropa cómoda y suficiente abrigo, sabiendo que allá arriba el frío no perdona ni al más devoto. Dormí poco, y a las 2:30 ya estaba despierto, cambiándome a tientas,a las 2:50 salí de casa.
El pueblo estaba oscuro, pero no en calma. A diferencia de otras madrugadas silenciosas, Coracora hervía. Puertas abiertas, luces encendidas, niños medio dormidos en brazos de sus madres. Era la madrugada en que nadie quería quedarse abajo: el 2 de agosto, día de la peregrinación al nevado Pumahuiri, donde, cuentan, apareció la Virgen de las Nieves.
Yo, testarudo, empecé caminando en dirección contraria. Amigos me habían dicho que en la Plaza Mayor salían los colectivos. Error: todos iban hacia otro lado. Lo confirmé al preguntar a un hombre que caminaba con paso firme. Me miró como se mira al forastero despistado: “Allá son colas interminables. Mejor vámonos a la salida del pueblo, ahí será más fácil conseguir movilidad”. Lo seguí, y en el trayecto su voz se volvió compañía.
Me contó de viajes pasados, del tiempo que tomaba subir: una hora y media en carro hasta las faldas, y luego cuatro horas de caminata entre subida y bajada. Ese año iba solo; sus hijos no pudieron venir. En pocas cuadras ya parecía un viejo amigo.
En la salida del pueblo había apenas una fila de fieles, tiritando más de fe que de frío. El anuncio fue lapidario: no había carros, recién vendrían los que habían subido temprano. Me despedí del hombre, compré un par de gaseosas y esperé. De pronto, como un milagro mecánico, apareció una combi moderna. Todos corrimos. Entre empujones logré un asiento: así empezó mi ascenso.
Desde la ventana vi cómo Coracora quedaba atrás. Sus luces se achicaban, como si la ciudad se apagara voluntariamente para entregarnos a la montaña. Recordé mis quince años: acompañé al reverendo Ángel Huaracha Zela en sus viajes, pero aquella vez me castigó por rebelde y me dejó en la camioneta, en la base. Nunca subí. Quizá por eso ese día mi corazón iba en plan de revancha.
La combi estaba llena de jóvenes. De catorce asientos, diez eran adolescentes. También había un niño que vomitaba por el cambio de clima, pero no desistía: quería llegar donde su madre, la Virgen. En medio del camino, el tráfico nos detuvo. Sí, hasta en la cordillera existe la palabra maldita: tráfico. Camionetas, motos, combis en caravana, una procesión mecánica que recordaba más a Lima que a los Andes.
A las seis de la mañana llegamos a la base. El frío te recibía como un golpe seco en los pulmones. Algunos encendían cigarros, otros bebían pisco, pero no sin antes derramar unas gotas a la tierra. El camino comenzaba: una cuesta empinada, interminable. Madres con niños de la mano, pequeños envueltos en alforjas, ancianos de pasos cansados pero tercos. Yo, citadino, jadeaba con cada respiro.

La geografía también moldea la devoción. En Ayacucho, donde los nevados coronan el horizonte, la religión católica se entrelaza con antiguas creencias andinas: la Virgen convive con los apus y las procesiones con los pagos a la tierra. Subir al nevado no es solo un acto de fe cristiana, es también un diálogo silencioso con la montaña, que en estas regiones sigue siendo sagrada.
El paisaje era una postal en movimiento: mientras más subías, más pequeño quedaba lo que dejabas atrás. La capilla de la base se reducía a un punto blanco; los carros, a granos de arroz; las personas, a hormigas. A medio camino, una cruz de madera marcaba una pausa. Algunos rezaban, otros levantaban montículos de piedra. Yo apenas podía sostener la cámara: el frío entumecía, el aire escaseaba, la señal de celular ya era un recuerdo.
Pero la fe no se congelaba. Vi parejas tomadas de la mano, ancianos que parecían doblarse pero no caían, niños que lloraban y seguían adelante.

Poco antes de la capilla, donde apareció la Virgen siglos atrás, encontré a dos amigos del colegio. Nos reímos, me animaron, y aproveché para retratarlos. Eran las siete y la fila ya era interminable. Tres horas me tomó avanzar. Mientras tanto, una familia me acogió con la hospitalidad de los peregrinos: compartimos panes, frutas, hasta un par de shots de pisco que quemaban más que el frío. “El que viene una vez debe volver siete años seguidos”, me dijeron. La madre, a pocos metros de la capilla, empezó a sentirse mal, pero insistía en llegar. Nada la detendría.
Y aunque el mundo cambia, estas costumbres resisten. En tiempos de celulares, carreteras y migraciones, las peregrinaciones mantienen intacta su convocatoria. Ni la modernidad ni el escepticismo urbano han podido extinguir una tradición que para muchos jóvenes significa volver a sus raíces y para los mayores es la prueba de que la fe no envejece.
A las 10:50 entré. Gente lloraba, otros dejaban velas, otros fotografiaban como yo. El lugar exacto de la aparición era un mar de oraciones. Yo también dejé las mías.

La bajada fue menos cruel, aunque mis piernas temblaban como si fueran de otro. En la base, los caballos de paso se alistaban para la procesión. El párroco de Coracora rociaba agua bendita y la gente la recibía como si fuera alivio físico. Los negritos —niños vestidos de colores, acompañados de su negrita— bailaban con alegría desbordante. La Virgen iniciaba su procesión mientras el pueblo la seguía como un eco humano.

Al regresar a Coracora, entendí algo: el Pumahuiri no es solo una montaña, es un pacto. Un pacto entre el frío y la fe, entre la fatiga y la esperanza, entre el olvido y la memoria. Cada agosto, miles suben, rezan, lloran, vuelven a bajar. Y lo hacen convencidos de que, aunque la devoción pese como piedra y queme como pisco, es lo único que realmente los sostiene en estas alturas.
Por:Nikolai Menacho