
Este primero de noviembre, los cementerios del país volvieron a llenarse de vida. Miles de familias acudieron a recordar a sus muertos con flores, comida y música, en una tradición que se mantiene viva desde hace generaciones. En cada rincón del Perú, el Día de Todos los Santos se convierte en un reencuentro con la memoria: Una cita entre los que partieron y los que aún resisten.
En Junín, los altares se levantan con fe y con manos que saben de nostalgia; en Lima, las guitarras suenan entre mausoleos y oraciones. No importa la distancia ni el idioma: El Perú entero celebra a sus muertos como solo los vivos saben hacerlo.
En el distrito de San Pedro de Chunan, provincia de Jauja, la vida y la muerte se dan cita cada primero de noviembre. Desde temprano, las familias caminan hacia el cementerio con flores frescas, panes caseros y platos típicos.
Los niños llevan velas y botellas de chicha morada; los mayores, retratos gastados por el tiempo. La noticia es la misma cada año, pero nunca se repite igual: El Día de Todos los Santos se celebra como un reencuentro con los que ya partieron, una jornada donde la memoria se viste de fiesta.
Las calles polvorientas se llenan de música y murmullos. En cada casa se levantan altares con mantel blanco, fotografías, velas encendidas y los potajes favoritos de los ausentes: pachamanca, tallarines, mazamorra morada, panes, bebidas y frutas. El aire huele a flores y a incienso. No hay tristeza, sino una calma reverente, una sensación de que los muertos vuelven a sentarse a la mesa por un día.

En los cementerios, las familias limpian los nichos con esmero. Algunos pintan los nombres, otros dejan botellas de cerveza o cigarrillos junto a las cruces, cumpliendo promesas hechas en vida. Los músicos recorren los pasillos tocando huaynos, y las melodías se confunden con las risas y oraciones. No se llora por costumbre, se recuerda por amor.
Los altares en San Pedro de Chunan no son simples ofrendas: Son un puente entre el mundo visible y el invisible. Cada comida, cada vela, tiene un significado. Los panes en forma de niño o paloma representan la pureza del alma; las bebidas, el deseo de compartir un último brindis; las flores, el ciclo eterno que une a los vivos con sus muertos. La gente cree que los difuntos llegan a visitar sus hogares, atraídos por el aroma de sus platillos preferidos y el calor de las velas que iluminan el camino.

Más allá del rito religioso, la celebración mantiene viva una herencia que mezcla fe, cultura y comunidad. En San Pedro de Chunan, el Día de Todos los Santos no es solo una fecha del calendario: es una promesa colectiva de no olvidar. Generación tras generación, los jaujinos conservan la costumbre de celebrar a sus muertos como si aún respiraran, como si el recuerdo fuera otra forma de presencia.
La escena podría repetirse en cualquier parte del país. En Huancavelica, las familias llenan los cementerios de panes en forma de niño o paloma. En Ayacucho, los altares se adornan con frutas, velas y botellas de cerveza.
En Puno, los músicos acompañan las visitas con huaynos y sikuris. En Cusco, los camposantos se cubren de flores moradas y amarillas. Y en cada región, el gesto es el mismo: rendir homenaje a los que ya no están, con la esperanza de que, por unas horas, vuelvan a acompañar a los vivos.
En Lima, la tradición ha cambiado de forma, pero no de esencia. Desde muy temprano, los cementerios como El Ángel o Baquíjano se llenan de familias que llegan con ramos de flores, platos preparados y guitarras, algunos rezan, otros comparten comida, otros simplemente se sientan frente a la tumba y conversan en voz baja. La ciudad, tan acostumbrada a la prisa, se detiene por un día para mirar hacia atrás, hacia quienes abrieron el camino.
El Día de Todos los Santos en el Perú no es solo una fecha religiosa; es un espejo de lo que somos. Una mezcla de devoción católica y costumbres andinas que transforma el dolor en recuerdo y el recuerdo en celebración. Los altares, las comidas y las flores no son simples ofrendas, sino símbolos de una fe profunda en la continuidad de la vida.
Desde los pueblos de Junín hasta los barrios limeños, la memoria se convierte en un acto colectivo. En algunos lugares, los cementerios se convierten en verdaderas ferias, con música, color y comida. En otros, el silencio domina, pero siempre con el mismo respeto. Cada vela encendida parece decir que la muerte, en el Perú, no es un final, sino una cita anual.
A medida que cae la tarde, los altares de San Pedro de Chunan siguen encendidos. Las familias regresan a casa con la sensación de haber cumplido una promesa. Y en Lima, las luces de los cementerios aún titilan como pequeñas estrellas terrenales. Todos, en su propio rincón del país, se despiden sabiendo que volverán a encontrarse. Porque en el Perú, la distancia entre la vida y la muerte nunca es demasiado grande.
Por:Nikolai Menacho






