
El Callao vuelve a ser punto de encuentro entre historia y vida cotidiana. Cada fin de semana, decenas de visitantes recorren sus calles coloniales, su puerto y sus barrios emblemáticos en busca de esa mezcla de tradición, orgullo y resistencia que distingue al primer puerto del Perú.
Desde el centro de Lima hasta el puerto del Callao hay menos kilómetros que historias. La ruta comenzó en la Plaza Dos de Mayo, un punto que no solo une avenidas sino también épocas. Desde allí partimos, mi acompañante y yo, rumbo al primer puerto del país, donde el aire salado empieza a sentirse incluso antes de ver el mar.
A bordo de una combi, el trayecto avanzó hasta que el paisaje cambió. Las fachadas dejaron atrás el gris limeño para dar paso a balcones de madera, letreros antiguos y un modo distinto de hablar. En el Callao, la gente no camina, sino que desfila con una cadencia propia, mezcla de orgullo y memoria. Se nota en sus gestos, en sus jergas y en la mirada que parece decir que aquí todo cuesta, pero todo se defiende.

El primer alto fue el Mercado Central del Callao, un pequeño universo en ebullición. El olor a pescado fresco se mezclaba con el humo del chicharrón de Jano Loo, célebre entre los vecinos por sus porciones generosas y el jugo espeso que parece devolver el alma después de madrugar. Comer allí no significa solo llenar el estómago, sino integrarse al corazón del puerto.
Con la panza satisfecha, abordamos otra combi rumbo a La Punta, donde la arquitectura parece detenida en una época en la que los balcones daban sombra a los paseos y los niños jugaban con barcos de papel. Las casas, pintadas con tonos pastel, se alzan como testigos del pasado. Desde la orilla, los pescadores lanzan sus redes sin apuro, algunos solo por distraerse, otros por necesidad. Las gaviotas sobrevuelan como centinelas del tiempo.
En el muelle Grau, un hombre ofrecía carnadas por siete soles. Nos enseñó cómo amarrar el nylon a una tabla improvisada y lanzar la línea al agua, “como lo hacía mi viejo en los ochenta”, dijo con una sonrisa. Pescar allí no es solo una actividad, sino un ritual de resistencia. El viento frío se enreda en el cabello y el sonido del mar golpea como un recordatorio de que este lugar ha visto pasar más que olas.

Subimos luego a un bote que ofrecía paseos por quince soles. El motor ronroneó y el mar se abrió en un espejo que reflejaba la neblina, atravesamos por donde la virgen María daba su bendición desde la orilla a navegantes y turistas, como si esperara orando nuestro regreso a salvo como una madre amorosa.

A lo lejos, los barcos pesqueros parecían monumentos varados, las islas San Lorenzo y El Frontón se recortaban en el horizonte como sombras de lo que alguna vez fue territorio de guerra.

Durante el Combate del Callao, aquel 2 de mayo de 1866, los cañones dispararon desde esas costas para defender al Perú del bombardeo español. Miguel Grau, aún como joven marino, sirvió en esas aguas. No era todavía el héroe del Huáscar, pero ya miraba el mar con esa mezcla de respeto y destino.

Volvimos a tierra y caminamos por el Callao Monumental, donde las calles coloniales se mezclan con murales contemporáneos. Los muros que antes estaban olvidados hoy son lienzos vivos cubiertos de color y memoria. Jóvenes artistas pintan la historia que no quieren que se pierda, la del puerto bravo que aprendió a reinventarse con arte.

En la avenida Sáenz Peña, cada baldosa parece contener un recuerdo del pasado. Por allí desfilaron las tropas durante la Guerra del Pacífico, y por allí también regresaron los héroes olvidados. El Real Felipe, erguido y silencioso, observa todo desde su pedestal de piedra. Sus murallas gruesas aún conservan el eco de los cañones, de los gritos de victoria y de las noches en vela cuando el puerto era frontera y trinchera.
Hoy, el Real Felipe es museo y testigo. Los guías cuentan que sus túneles sirvieron de refugio y cárcel, y que por sus pasillos caminaron soldados anónimos que jamás salieron. Desde sus torres se alcanza a ver el mar, ese mismo que ayer fue campo de batalla y hoy es escenario de botes turísticos, de familias que pasean y de pescadores que lanzan sus redes sin imaginar que, bajo esas aguas, duermen los restos de la historia.
El día termina con la brisa húmeda pegándose a la piel. En el camino de regreso, mientras la combi avanza entre las casonas y los últimos rayos se reflejan en el puerto, uno entiende que el Callao no es solo un lugar, sino un carácter. Aquí el tiempo se mezcla con la bravura, y la vida se vive con la misma intensidad con la que se defendió la patria.
El Callao, al final, sigue siendo eso, un puerto donde la historia no se olvida y el mar nunca deja de hablar.
Por:Nikolai Menacho






