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Donde el camino se acaba, la fe sigue andando

Sacerdotes redentoristas llegan hasta las comunidades más alejadas del Perú y Bolivia, donde celebran misas, bautizos y fiestas patronales en medio de la precariedad, pero con la convicción de que la fe también se siembra en los caminos de trocha

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Oración en la puna. Fieles y autoridades se reúnen alrededor de la cruz para celebrar un rito que combina rezos católicos con ofrendas a la tierra.

En las regiones más alejadas del Perú y Bolivia, donde muchas veces no llegan ni las carreteras ni el Estado, los sacerdotes redentoristas se abren paso por trochas y montañas para llevar la fe. Esta congregación, fundada por san Alfonso María de Ligorio, mantiene viva su misión de acompañar a los pueblos olvidados, compartiendo con ellos misas, bautizos, fiestas patronales y hasta las visitas a los cementerios, en una labor silenciosa pero fundamental para miles de familias.

No son los únicos, en el Perú, diversas congregaciones católicas cumplen misiones con carismas distintos: Los jesuitas se dedicaron históricamente a la educación, fundando colegios y universidades; los franciscanos, fieles a la vida de San Francisco de Asís, acompañan a los pobres; mientras que los redentoristas, fundados por San Alfonso María de Ligorio en el siglo XVIII, tienen como misión llegar allí donde otros no llegan, especialmente a las comunidades rurales y aisladas.

En Capachica, distrito puneño bañado por el frío viento del lago Titicaca, el padre José Ticona recorre caminos de tierra para llegar a comunidades donde la misa es esperada como si fuera una fiesta. Su labor, como la de los padres redentoristas, refleja la misión de llevar la palabra a los rincones más apartados, allí donde la fe se mantiene como un refugio contra la soledad y el olvido.

Encuentro en comunidad. En varias provincias del país, la llegada de los sacerdotes no solo convoca a fieles, sino que también fortalece la unión.

“Desde muy joven vi a sacerdotes que no se quedaban en la ciudad, que salían a los pueblos más alejados. Eso me marcó: Quiero estar donde la fe se necesita con más urgencia”.

El día a día, confiesa, es también un reto físico. “Hay jornadas donde caminamos largas horas, a veces bajo la lluvia o el sol fuerte del altiplano. Pero la recompensa es ver la emoción de la gente. Cuando un sacerdote llega, lo reciben con música, con flores, con una mesa servida. Ellos no solo reciben al cura, reciben a la esperanza”.

“No es fácil”, reconoce el padre Ticona, “a veces un trayecto de media hora en carro lo hacemos en dos horas a pie, entre barro o polvo, según la temporada. Pero vale la pena: La gente nos espera como si llegara un familiar. Pide que celebremos misas, que visitemos a sus muertos, que bendigamos sus casas. La fe de ellos nos sostiene también a nosotros”.

En esos pueblos, el sacerdote no solo lleva el Evangelio, también comparte las tradiciones. En Semana Santa, participa en procesiones que recorren caminos de tierra iluminados con velas. En las fiestas patronales, acompaña a los pobladores en los bailes y pasacalles. En bautizos y primeras comuniones, bendice a niños y adolescentes que lo miran como si fuera parte de la familia. “Eso es lo más hermoso: Ellos sienten que no los olvidamos”, dice.

Mientras tanto, en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, el reverendo Ángel Huaracha Zela forma a seminaristas redentoristas, su misión es distinta, pero con el mismo sello. “Nuestra tarea es preparar a jóvenes que entiendan que el servicio no es solo predicar, sino caminar con la gente. Los jesuitas educan, los franciscanos sirven a los pobres, los redentoristas estamos llamados a las periferias, a esos lugares donde nadie más quiere ir”.

La experiencia de ambos sacerdotes coincide en un punto: La intensidad de la fe popular. En Capachica, los pobladores se emocionan hasta las lágrimas cuando escuchan misa después de semanas de espera. “Muchas veces los fieles nos dicen que sienten que su fe se renueva. Nos piden que no los olvidemos, que volvamos. Incluso nos piden acompañarlos al cementerio, porque para ellos la oración por sus difuntos es tan importante como la misa misma”, cuenta el padre Ticona.

Memoria en los Andes. En los cementerios ayacuchanos, las misas no solo recuerdan a los difuntos, también reafirman la vigencia de costumbres locales.

La emoción de los fieles es el motor de esta labor. En una comunidad altoandina, recuerda el padre Ticona, tras una caminata de tres horas, una familia lo esperaba con una fogata. “Me abrazaron llorando y me dijeron: ‘Padre, pensábamos que este año no vendrían’, eso me marcó profundamente”. Uno entiende entonces que no solo llegamos a dar misa, llegamos a dar esperanza”.

El viaje de la fe. El arribo de sacerdotes a anexos lejanos como San Juan de Rapchi en Ayacucho refleja las largas rutas que recorren los misioneros para llevar acompañamiento espiritual.

Para ambos sacerdotes, la labor de la Iglesia en las regiones no se entiende sin el compromiso de caminar junto al pueblo. “La gente en la ciudad a veces cree que la fe se limita al templo dominical. Pero en el campo, la misa es comunidad, es fiesta, es unión. Eso es lo que nos mantiene firmes”, asegura el padre Huaracha.

El padre Ticona deja un mensaje a los jóvenes: “Muchos creen que la fe ya no tiene peso en la sociedad, pero basta salir a un pueblo alejado para ver cómo la gente se aferra a ella. Si un joven se pregunta si vale la pena dedicar su vida a servir, yo le digo que sí. Porque cada sonrisa, cada gesto de agradecimiento, vale más que cualquier sacrificio”.

Los redentoristas, como otras congregaciones, cumplen un rol silencioso pero vital en las regiones: Son parte de la vida de los pueblos, celebran sus fiestas, lloran con ellos en sus duelos y bendicen cada paso de sus familias. Y aunque las trochas, el frío y la distancia intenten hacerlos desistir, siempre hay una razón para seguir andando: El pueblo nunca deja de esperar.

Por:Nikolai Menacho

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