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El éxodo de los que vuelven

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El preludio del viaje. Pasajeros esperan en la agencia de la avenida Luna Pizarro, en el Cercado de Lima, con mochilas y maletas listas para iniciar la ruta hacia el sur.

Cada año, miles de provincianos retornan desde Lima hacia sus pueblos para reencontrarse con sus raíces y familias. En las agencias de viaje, la escena se repite como una fotografía de la migración al revés: familias cargando maletas imposibles, muchachos que se abrazan con la prisa de la despedida y viajeros que corren como si de ese bus dependiera su vida.

En fiestas o vacaciones, miles de residentes en la capital hacen la ruta inversa y se embarcan en viajes de entre quince y veinte horas. El destino de esa jornada era Coracora, en Ayacucho.

La capital amanecía sofocante. Calles repletas de buses que exhalaban humo como dragones asmáticos, personas apuradas en cada esquina y un cielo gris que parecía tener dueño exclusivo. En medio de ese caos, quedaba la sensación de ser apenas una hormiga escapando de la colmena más grande del país.

Un sol inusual, descarado, se dejó ver de camino a la agencia. Era extraño en invierno, como si también quisiera despedirse. En el terminal de Palomino Tours, en la avenida Luna Pizarro —ese rincón del centro de Lima que colinda con Grau— la terminal estaba a reventar: pasajeros comprando pasajes de último minuto, madres enviando encomiendas como si fueran cápsulas de salvación y otros recogiendo cajas con la ansiedad de que no se las cambien.

La ventanilla, sin embargo, rechazó el equipaje con la frialdad de un burócrata: “El registro es media hora antes de partir”. Había llegado a las dos de la tarde y el bus salía 3:15, la matemática era perfecta, pero igual quedó fuera. El boleto había costado 150 soles —el triple de lo usual, que suele rondar entre 50 y 60—. En fiestas patrias, el Perú se pinta solo para la inflación: las agencias suben los precios como si también cobraran por la nostalgia.

La espera obligó a buscar algo de comer. Todos decían que era un error viajar con el estómago lleno: “Te mareas, vomitas, te da soroche”. Aun así, la carretera parecía más soportable con el estómago satisfecho. Una pollería cercana ofrecía lo más contundente: un mostrito, ese Frankenstein culinario que junta chaufa, papas fritas, pollo a la brasa y ensalada bajo el mismo plato. Fue la última comida limeña.

De regreso a la agencia, a las 2:45, aceptaron finalmente la maleta de doce kilos. La mochila llevaba lo esencial: cámara, zapatillas, llaves y otros objetos que solo uno entiende como indispensables. A las 3:05 anunciaron la partida. El asiento conseguido a último minuto era el número 40, el último del bus. Por fortuna tenía ventana.

El motor rugió a las 3:20. Quedaban atrás los días de trabajo pendiente, la novia que esperaría con paciencia y los amigos que recibirían en Coracora con botellas y abrazos. Dormir nunca fue fácil en carretera, así que el viaje comenzó con la mirada fija en la ventana.

El bus avanzaba lento, recogiendo más cajas que pasajeros. Una parada en Villa María, otra en Lurín. A cada nuevo bulto, el calor aumentaba. Recién a las cinco de la tarde se enfiló hacia el sur. La ciudad se desvanecía por la ventana mientras la nostalgia se instalaba en los huesos.

La ciudad que se despide. Vista desde la ventana del bus mientras atraviesa Lima rumbo al sur, en las primeras horas de un viaje de 16 horas hacia Coracora.

El paisaje cambió de camino a Ica: arenales, paneles publicitarios más grandes que las casas y balnearios con nombres aspiracionales. A las nueve de la noche, la ciudad se sintió como una prolongación de Lima, solo que más distante, un eco de la capital en medio del desierto. Se esperaba que el bus pusiera rumbo directo a Nazca, pero antes hubo una parada en la sucursal para recoger paquetes y luego en un restaurante al paso.

La ruta hacia el desierto. El bus avanza por los arenales de la Panamericana Sur, a la altura de Asia. El gris de Lima se convierte en arena infinita: el primer tramo de un viaje de 16 horas hacia Coracora, Ayacucho.

El llamado fue claro: “Tienen 30 minutos para comer”, anunció un asistente. Con la cámara y los lentes en el bolso, se eligió un menú simple: un broaster que resultó ser un pollo reseco acompañado de papas que ni el ketchup salvaba. Todas las comidas de carretera son malas, pero el hambre es un dictador implacable. En la fila, los demás pasajeros pedían como si se tratara de un festín.

A las 9:55, uno de los choferes gritó con voz de cuartelero: “¡Pasajeros a Coracora, abordar que ya partimos!”. Apenas hubo tiempo para tres bocados más. El bolso con la cámara y el termo con café preparado en casa fueron la única compañía al regresar al asiento. A las 10:05, el motor volvió a rugir y la carretera retomó su castigo.

Cerca de la medianoche el bus se detuvo en Palpa. El anuncio fue breve: “Aquí venden naranjas”. Algunos pasajeros bajaron y volvieron con bolsas amarillas que llenaron el aire de un aroma cítrico. Media hora después ya estábamos en Nazca, donde también se perdió la señal de celular. Desconectarse por obligación, después de tanto ruido limeño, fue casi un alivio.

El primer sueño llegó recién a las cuatro de la madrugada, al entrar en Puquio. El aire serrano llenaba los pulmones como una sobredosis de oxígeno. Las casas de adobe, las calles de trocha y la neblina en los cerros eran la postal esperada durante cuatro años.

Al amanecer, la voz del chofer anunció la penúltima parada en Chaviña, pero el bus no se detuvo. Directo hacia Coracora. A las 7:10 apareció Aycara, un pueblito en la entrada. Los niños del bus sufrían con náuseas; algunos vomitaban, otros dormían rendidos. El cosquilleo en los pulmones era ya la certeza de estar cerca.

Cuando la tierra empieza a hablar. Las pircas que dividen terrenos y el ganado que pasta marcan el ingreso al paisaje andino, donde la sierra comienza a imponerse sobre la costa.

Finalmente, un cartel con letras grandes lo confirmó: Coracora. La ciudad de los recuerdos seguía allí, casi igual. Casas de adobe, plazas que no habían cambiado y el viejo colegio secundario intacto. Después de dieciséis horas, el bus se detuvo en la plaza Jorge Chávez.

El viaje no solo había sido un regreso al pueblo, sino también un regreso a uno mismo. La ciudad esperaba sin sobresaltos, como si el tiempo no hubiera pasado. El único que había cambiado era el viajero, con las rodillas entumecidas, la nostalgia renovada y la certeza de que cada retorno es también una forma de huida.

No es una excepción. Este éxodo de los que vuelven se repite cada julio, con buses que transportan más afectos que equipaje. Las estadísticas lo cuentan a su manera: 1,7 millones de viajes, 61% en bus, 39,7% para visitar a la familia. El resto lo completa una sensación: muchos vinieron a Lima por necesidad, trabajo o estudio, y vuelven a sus pueblos por cariño.

Porque nadie se sube dieciséis horas a un bus solo para comer un pollo reseco en Ica o comprar naranjas en Palpa. Se vuelve para algo más imprudente y más vital: abrazar a la madre que siempre dice que no cocina nada especial, aunque la mesa esté llena; reencontrarse con los amigos que aseguran que no ha cambiado nada, aunque todos tengan canas; reconocer, en el colegio viejo y en la plaza de siempre, que la memoria a veces es más fiel que los planos urbanos.

Entonces se entiende que lo que parecía un simple regreso es, en realidad, un ajuste de cuentas con el propio origen. Porque irse fue necesario, pero volver es inevitable. Y al bajar del bus, cuando los abrazos borran el cansancio y la plaza se parece tanto a un espejo, aparece la paradoja: lo que llamamos retorno no es otra cosa que seguir avanzando, aunque sea al lugar donde todo comenzó.

Por:Nikolai Menacho

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