Frente al templo del papel. Inmediaciones de la Feria del libro donde se reunieron escritores, editoriales, y distribuidoras.

Entre pasillos atiborrados y libros apilados como promesas, en la Feria Internacional del Libro de Lima 2025, aún hay quienes leen con los dedos. No buscan solo historias: buscan peso, olor, textura. Se inclinan sobre un lomo gastado como quien se asoma a un pozo.

Mientras el mundo corre a tocar pantallas, aquí —en este fragmento de ciudad detenido por unas semanas— algunos todavía creen que leer es detenerse, es oír cómo cruje el papel. Es saber que, al pasar la página, algo queda.

Por momentos, la FIL 2025 parece más un aeropuerto que una feria. Gente entra, sale, dobla esquinas, arrastra bolsas, se pierde entre pabellones con nombres de escritores. Libros por todos lados, sí, pero también celulares, QR, pantallas que anuncian ofertas y aplicaciones.

En medio de ese ruido amable, de ese caos ordenado, la pregunta se mantiene flotando como una nube: ¿El libro físico sigue vivo?

Mi compañero Raúl Gomez y yo no venimos solo a comprar. Venimos a escuchar. A oler ese olor a papel nuevo mezclado con sudor de lector que no ha almorzado. A ver si alguien todavía lee como antes, o si eso que llamábamos “antes” ya no existe.

El primero que nos habló lo hizo con una voz que parecía arrastrar décadas. El hombre llevaba gafas oscuras pese a la sombra del galpón, como si aún quisiera protegerse del brillo de lo evidente.

Un pañuelo a rayas le colgaba del cuello con la misma gravedad con que hablaba de los libros. Sostenía uno enrollado en la mano, como si fuese un bastón que lo anclaba a otra época.

“Los jóvenes ya no leen. Tienen la información ahí, en el bolsillo, pero no entienden el valor de lo físico, de lo que se toca. El libro es más que letras, es una actitud”, dijo.

Mientras hablaba, su voz parecía intentar rescatar algo que se estaba perdiendo sin que nadie lo notara.

Seguimos caminando, y pronto dimos con otro rostro. Esta vez, un joven con polo azul y gorra celeste. Sostenía un libro con las dos manos, como si le temiera a que se cayera o a que alguien se lo arrebatara.

“No hay comparación”, dijo. “Es como abrazar una historia. Lo digital no huele, no pesa, no envejece contigo.” Sus dedos recorrían el lomo como quien toca algo sagrado. No le interesaban los debates entre nuevas tecnologías: para él, la conexión era de piel, no de pantalla.

Un poco más allá, entre los estantes de narrativa contemporánea, apareció un joven de saco negro, cabello alborotado, lentes redondos, corbata ligeramente suelta; parecía sacado de una serie universitaria.

“El libro físico tiene algo que no se copia. Yo puedo releer una y otra vez, subrayar, anotar… eso no lo haces en un PDF. Lo físico es simple: cumple su función y lo hace de manera accesible.”

No hablaba desde el rechazo a lo digital, sino desde el placer de lo táctil. “Leer en papel es más placentero, se siente”, añadió tocando con la yema de los dedos el borde de un libro recién comprado, como quien confirma que aún está ahí, resistiendo.

Los testimonios se acumulaban como libros en una mesa de remate. Cada uno distinto. Cada uno revelador.

Casi saliendo del pabellón principal, una joven universitaria —mirada tímida, bolso con bordados andinos— caminaba como si cada estante escondiera un secreto.

“El libro físico… no es solo leerlo. Es anotarlo, ponerle un post-it, subrayarlo, volver después. Te da una conexión con el autor que el PDF no puede”, dijo, casi en susurros.

“Te inspiran a buscar más, a sentir que un libro no se termina en la última página”.

Sus dedos rozaban los lomos como quien busca compañía, no información.

Pero no todo era papel y romanticismo. En el pabellón 2, nos encontramos con una joven de bufanda vincha roja, gafas grandes y una sonrisa que parecía parte de su uniforme. Mientras hojeaba un folleto, nos dijo sin titubeos:

“Lo digital es más ameno. Llevas una biblioteca entera en el celular. Y accedes al dato en segundos”.  “La tecnología no reemplaza al libro —añadió—, pero sí nos facilita la vida. Y a veces, eso es suficiente.”

Entre los stands, el panorama se tornaba más técnico. Detrás de un mostrador, Enrique Zileri —director comercial de «Caretas»— nos recibía con gafas oscuras, saco ligero y una voz templada.

“El libro es resistente. No necesita más que la luz del sol. De acá a 300 años seguirá ahí, esperándote. El celular… ni sabes dónde están tus fotos dentro de un año.”

Pero su defensa del papel no era solo nostálgica.

“Lo impreso tiene más peso. Uno publica algo y tiene que rendir cuentas. El papel compromete”, nos dijo.

Zileri, con la seguridad de quien ha visto la industria transformarse sin detenerse, todavía apuesta por ambas orillas: Lo impreso para la memoria, lo digital para el instante.

Un par de pabellones más allá, una joven de mirada risueña y ojos almendrados nos atendía desde el stand de la Biblioteca Nacional. Akemi Andrade, con polo blanco y voz clara, no dudó en decirnos:

“Han bajado los visitantes, pero subimos libros digitalizados. Queremos que el hábito no se pierda. La idea es que encuentren en la Biblioteca Nacional un refugio cultural, un espacio donde leer aún signifique algo.”

Nos acercamos luego al stand del diario «El Comercio». Allí estaba Christian Colán, con casaca oscura, mirada decidida y una postura que parecía decir: “yo tengo la data”.

“Hay tres tipos de lectores”, comenzó, como si los tuviera contados. “Los que aún aman el papel, los mixtos como yo, y los que ya son puramente digitales”.  “El papel sigue teniendo magia”, insistió. “Y aunque no sé si desaparecerá, todavía tiene una forma de consumo válida y necesaria.”

Finalmente, en el stand de la UNFV —nuestra alma mater— nos recibió Judith Paredes, directora de su editorial universitaria. Llevaba un chal y una serenidad que imponía respeto.

“Es más accesible, cuesta menos, lo puedes recibir en tu correo o imprimir por partes”, decía, sin rodeos.  Pero también defendía el papel.  “El libro impreso tiene un valor como objeto: lo puedes tocar, manipular, mover. Tiene un trabajo de diseño, de edición, que lo hace especial.”

Al final del día, regresamos al inicio. A la puerta. A esa FIL que sigue viva entre «tips» de lectura, promociones y debates.

¿El libro físico sigue vivo? Sí, pero no solo como objeto, como símbolo, como ritual, como un lugar desde el cual muchos aún prefieren mirar el mundo.

Y tal vez el problema no es si leer en papel o en pantalla, sino que dejemos de leer. Que olvidemos que, al final, las historias no necesitan formato. Solo lectores dispuestos a buscarlas.

Por: Nikolai Menacho y Raul Gomez

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