Cerca de las nubes. Paucaray está ubicada a más de 3,500 metros sobre el nivel del mar. Fuente: Juan Luis Menacho
Cuando una persona —sea extranjera o no— mira al Perú, lo primero que suele ver es su capital o sus ciudades más conocidas. Pensamos en Cusco con el imponente Machu Picchu, Arequipa, la ciudad blanca, o Ica con sus misteriosas líneas de Nasca.
Pero hay un pedazo del Perú que es tan difícil de ver como de acceder: Pueblos en las alturas o en lo profundo de la selva que algunos describen como ‘abandonados por Dios’.
La comunidad campesina de Paucaray, en Ayacucho, es uno de esos muchos pueblos que viven el día a día como lo hicieron sus antepasados. El internet y otros servicios modernos no tienen cabida entre cerros y rocas. Sin embargo, la falta de recursos que para alguien de la capital serían indispensables, aquí se enfrenta con una sonrisa.
Allá arriba, todos son familia. Aunque las comunidades sean pequeñas, no son solitarias. Siempre están en comunicación. Su concepto de amistad es muy distinto: conocerse significa mirarse a los ojos, conversar cara a cara.
Tal vez eso se deba a que Paucaray es una de las pocas comunidades que cuenta con un sistema educativo. A pesar de su precariedad, esta escuela es compartida por pueblos vecinos y se convierte en un punto de unión, un espacio que no solo enseña, sino que conecta.
Paucaray también celebra, y lo hace con el alma. En sus fiestas, las llamas se visten de colores, los instrumentos suenan al ritmo del viento, y la danza florece entre el polvo de los caminos. No hay espectador, todos son parte del festejo, todos tejen con sus pasos la memoria de los antiguos.
Los alumnos del colegio preparan un festival de comida típica. Mientras sirven, hablan en quechua, con la seguridad de quien lleva el idioma en la sangre. Aprendido de padres y maestros, lo pronuncian con orgullo, como quien cuida una herencia viva.
Bilingües. Los niños aprenden en quechua y castellano desde sus primeros años. Fuente: Juan Luis Menacho
Vivir en Paucaray es un acto de resistencia diaria, no solo contra el olvido, sino también contra la idea de que el progreso debe parecerse a las ciudades. Entre caminos empinados y cielos inmensos, su gente cultiva la tierra, habla su lengua y comparte lo poco que tiene con generosidad.
No necesitan mucho para ser felices, solo la tierra bajo sus pies, el calor de su comunidad y la certeza de que, aunque el mundo mire hacia otro lado, ellos siguen aquí, firmes como las montañas que los rodean.
Por: Sebastian Campos