El filo se afila antes del caos. A pocos días del Día del Pollo a la Brasa, el equipo de producción afina procesos y turnos para enfrentar su jornada más exigente del año.
El Día del Pollo a la Brasa es una celebración para casi todos. Para ellos, los trabajadores es otra cosa. En Pardos Chicken Megaplaza, y en muchas otras cocinas del país, esa fecha no huele a fiesta, huele a ajo, a grasa, a tensión. A las brasas que se encienden desde la madrugada y al sudor que se repite cada julio. Porque este domingo no se trabaja el doble, se sobrevive al cuádruple.
Desde el lunes 14 de julio, la cocina de Pardos Chicken Megaplaza huele a urgencia. El domingo 20 aún no llega, pero todos lo temen como si fuera una condena. Ese no es un domingo cualquiera. Ese es el domingo: el Día del Pollo a la Brasa.
“Ese día ni se respira”, suelta César Jiunes, hornero con quince julios a la espalda. Sabe que el calor que viene no es del verano, sino de las parrillas. “Por eso desde el sábado hay que dejar todo listo. Si no, te aplasta”.
En la cocina no solo huele a aderezo: también huele a nervios. “¿Y si no alcanza?”, “¿Y si se acaba el gas?”, “¿Y si no llegamos?” Nadie lo dice, pero todos lo piensan. Y no solo en Megaplaza. La misma ansiedad hierve en locales de Norky’s, Roky’s, Don Belisario y todo lugar que alguna vez haya servido un cuarto de pollo con papas.
Es una cadena invisible de estrés colectivo donde miles de trabajadores —horneros, parrilleros, mozos, jefes de línea— sudan para que el país celebre su plato favorito sin saber lo que cuesta mantener la ilusión.
Ese domingo, el amanecer no llega con gallos: Llega con 400 pollos que deben estar precocidos antes de las 9 a. m. El aceite ya hierve cuando la ciudad aún bosteza. La cocina no duerme. La puerta se abre a las once de la mañana, pero los comensales ya hacen cola desde las diez, como si la espera también les diera hambre.
En frituras, el cuchillo no corta, martilla. Las papas se pelan con resignación, los tequeños de pollo se alinean como soldados sin descanso. Cada bolsa, cada porción, cada bife se convierte en pieza de una coreografía sin ensayo, donde el error no se permite. Nadie grita, pero todos apuran el paso.
Donde el aceite nunca duerme. En frituras, un trabajador ensaya movimientos para el Día del Pollo a la Brasa.
“El sábado es igual de duro”, dice Ángel – maestro parrillero- mientras pincha anticuchos como quien firma sentencias. “Ahí llegan todos los insumos. Hay que aderezar los pollos, descongelar los bifes, cortar las mollejas. Solo de mollejas llegan como 16 kilos. Todo tiene que estar en su sitio. Si algo falla, lo pagamos con sudor.”
Las impresoras de comandas no paran. Vomitan papel sin pausa, como si también estuvieran poseídas por el apetito nacional. En ensaladas, una joven cuenta que en su primer “Día del Pollo” no fue al baño en ocho horas. “Pensé que no salía viva”, dice. Ahora lo dice con una sonrisa que no sabe si es nostalgia o trauma.
Cuando el papel no deja de hablar. La ticketera de cocina ya comienza a saturarse días antes del Día del Pollo a la Brasa. Cada comanda es un aviso del ritmo que se avecina.
“Ese día ni música se escucha”, comenta entre risas César, el hornero. “Solo gritos como: ‘¡ya bótame el pedido 24!’, ‘¡sale el 25!’, ‘¡que falta el brasa del 26!’. En esa cadena sin pausa, cada quien cumple su parte al milímetro: el de frituras lleva su porción de tequeños o papas, el de parrilla acomoda la carne y el de brasa corona el plato con ese cuarto de pollo que, ese día, parece ser lo único que importa en el país. No hay espacio para dudas ni demoras. Cada bandeja debe salir como si fuera la última.
Para los nuevos, es una hazaña. Para los antiguos, es una cruz. Pero todos coinciden: ese día se vende más que en Navidad, que en el Día de la Madre, que en cualquier otra fecha. Y eso, por contradictorio que suene, les da cierta dignidad: el país quiere pollo, y ellos lo hacen posible.
Según datos del Ministerio de Producción, en el Perú se consumen más de 150 millones de pollos a la brasa al año. Solo en el Día del Pollo —el tercer domingo de julio— las ventas pueden duplicarse o incluso triplicarse en muchos locales. No hay cifras exactas, pero sí certezas: ese día, el pollo no es solo comida, es símbolo patrio, ritual familiar y desafío logístico.
“Ese día no tienes nombre. Solo eres ‘el de frituras’, ‘el de ensaladas’, ‘el de parrilla’”, cuenta Javier Moreno, otro de los maestros brasa, mientras limpia el horno con una toalla quemada. “No piensas. Solo haces. Como una máquina. Pero no somos máquinas, pues”.
Algunos dicen que es como correr una maratón dentro de una olla a presión. Otros dicen que no lo harían por nada… y sin embargo, lo repiten cada año.
A los que ya vivieron ese domingo, lo que más recuerdan no es el ruido, ni el calor, ni la presión. Es el ‘break’ que no lo es. Un momento fugaz, a media tarde, donde se come de pie o apoyado en una caja. Un arroz con huevo, un jugo tibio.
Diez minutos para respirar, pero sin bajar la guardia. Porque todos saben que ese silencio no dura. En cualquier momento alguien gritará: “¡Boten el 24, boten el 25!” Y habrá que correr otra vez. Como siempre.
Cuando el último cliente se vaya, no habrá brindis. Habrá silencio. Una mirada al compañero, un “buen trabajo, causa” y una gaseosa sin gas en la parte de atrás. Las piernas temblarán. Los brazos pesarán. Y la voz, como siempre, se quebrará un poco. Nadie querrá irse tan rápido, como si supieran que sobrevivir ese día no se celebra: se sobrevive. Y luego se olvida. Hasta el próximo julio.
Y cuando alguien pregunta por qué lo hacen, por qué se quedan, por qué no renuncian… uno responde con media sonrisa.
Porque en el fondo lo saben: no importa cuánto se preparen, ese domingo arderá igual. Pero ahí estarán, con los guantes puestos y el cuerpo en alerta, repitiendo el ritual como cada año. No por gloria, ni por aplausos, sino porque alguien tiene que sostener el caos disfrazado de tradición. Y si el país entero va a celebrar mordiendo un ala crocante, que al menos alguien cuente lo que costó tenerla en el plato.
Por: Nikolai Menacho