Una carrera en aceite hirviendo. Luis Mejía, estudiante universitario, durante su turno como maestro de frituras en Pardos Chicken Megaplaza.
En el Perú, miles de jóvenes estudian de día y trabajan de noche. No por vocación doble, sino por necesidad pura. Luis es uno de ellos. Por las mañanas, lleva libros. Por las tardes, un salero y una bowl de papas. Entre clase y clase, fríe papas, lava freidoras y corre detrás de una carrera que parece escaparse más rápido que el sueño. Tiene 23 años y una rutina que no duerme. Como muchos, avanza sin horarios, sin pausa, sin margen para fallar. Porque en este país, progresar se parece demasiado a sobrevivir.
Hay quienes estudian para progresar. Y otros, como Lucho, que estudian para no ceder. En su caso, aprender también es una forma de resistir el cansancio. Y sobrevivir, una rutina sin pausas.
Luis Mejía se acuesta a las 2:30 de la mañana, si tiene suerte. O a las 3:00, si no. Luego duerme tres horas. Se levanta a las 5:50 sin quejarse, porque en la Universidad de Lima, donde estudia Ingeniería Industrial, la puntualidad no es virtud: es forma de resistencia.
Por la mañana, Luis es un universitario entre muchos. Callado, de polo oscuro, intentando no dormirse en clase aunque el cuerpo ya esté a medio apagar. Apunta lo que puede, consulta lo que no logró escuchar. Sabe que si no se concentra ahora, le costará el triple después. “A veces me duermo en clase —dice—, pero despierto con culpa, no con descanso”.
Su jornada académica termina a las 2:00 p. m., y ahí comienza su segundo turno: de Javier Prado a Megaplaza, en Independencia. Un trayecto de una hora que para él ya es rutina. “Es como tener dos vidas y que ninguna tenga pausa”.
A las 3:00 p. m. ya está en Pardos Chicken. Mandil amarrado, gorra firme. Listo para tomar el turno que termina —solo en teoría— a las 11:30 p. m. Luis es maestro de frituras. Eso, en su idioma, significa una cosa: no parar.
Durante esas horas, su mundo se resume en papas burbujeando, pollos soltando grasa, pedidos urgentes, bandejas mojadas, y freidoras que hay que lavar mientras siguen funcionando. Dos personas en cocina no alcanzan. Lo saben. Lo repiten. Pero igual siguen.
“En hora punta no se piensa. Solo se suda y se saca”, dice. El pedido número 58 llega justo cuando aún no ha salido el 55. El aceite quema, el piso resbala, las órdenes entran y salen como si la comida fuera oxígeno. Nadie ve a Luis. Pero todos quieren que todo esté listo.
Cada jornada parece durar más que la anterior, como si el reloj se burlara del cansancio.
Cuando termina su turno, el cuerpo no duele, simplemente pesa. Luis se cambia sin prisa, aunque no puede tardarse. A las 11:35 p. m. cruza Megaplaza, sale por la puerta trasera y camina unos veinte minutos hasta un puente a oscuras. No hay paraderos formales, solo intuición.
Ahí espera la primera combi que lo llevará al aeropuerto. Y del aeropuerto, otra que lo acerque al Callao, donde vive. Pero no es solo esperar: es esperar a que se llene la combi. Y a veces se llena tarde. A veces nunca.
Luis llega a casa pasada la 1:00 a. m. No se tira en la cama. Abre su laptop, revisa tareas, responde pendientes, reescribe apuntes. El cansancio ya no se combate: se tolera. “Yo ya no sé si me estoy esforzando o simplemente sobreviviendo”.
Incluso su día de descanso está ocupado: tiene clases. No hay feriados para los que estudian y trabajan. Tampoco hay domingos enteros. Luis asiste como puede, aunque haya días en los que cabecea. Se disculpa. Pide apuntes. Pregunta qué se avanzó. Siempre trata de ponerse al día.
Según datos del INEI, más del 43% de jóvenes peruanos entre 18 y 25 años estudia y trabaja. Muchos como Luis. Algunos porque quieren. La mayoría porque no les queda otra.
Luis no se victimiza. Solo aguanta. Hay días en los que quisiera hacer una sola cosa bien —estudiar sin dormir, trabajar sin correr—, pero no se lo puede permitir. “Yo quiero ser profesional, no héroe”, dice. Pero su rutina no parece entender la diferencia.
Luis Mejía vive en una ciudad donde trabajar para estudiar no siempre alcanza. Donde dormir se vuelve un lujo y terminar una carrera es una forma de revancha silenciosa. No tiene horarios, tiene tramos. No tiene pausas, tiene rutas. Y aun así, no se detiene.
Él no quiere que le aplaudan. Solo que lo entiendan. Porque cada clase que logra llegar, cada turno que soporta, cada día que no abandona, es una forma de decir —sin decirlo— que también se puede resistir con las manos engrasadas, los ojos rojos y una libreta en el bolsillo.
Él no duerme ocho horas desde que ingresó a la universidad. No sabe lo que es despertarse sin alarma. No recuerda una semana en la que no haya sentido culpa.
Pero no se queja. Solo se promete que algún día esto servirá. Que habrá un punto en el que ya no tenga que correr de una clase a una freidora. Que el título llegará. Que entonces, tal vez, pueda dormir sin deberse nada.
Luis no tiene tiempo para imaginar el futuro. Lo está friendo, turno a turno, entre papas crujientes y aceite hirviendo.
Por: Nikolai Menacho