La mañana empezó como en los días tristes. Una espesa garúa caía sobre Ate, y el cielo plomizo parecía presagiar lo que iba a ocurrir. Lima no lloraba, pero tampoco sonreía. Era domingo 22 de junio y, aunque los periódicos hablaban de conflictos al otro lado del mundo, en el Monumental, solo importaba una cosa: La final del Torneo Apertura de fútbol femenino. Universitario contra Alianza. El clásico.
Los alrededores del estadio eran una romería festiva. No había barras bravas ni bengalas ni pirotecnia. Había niños con vinchas crema, parejas de abuelitos tomados de la mano formando una “U” con los dedos, madres empujando coches mientras cargaban banderas en los hombros. La hinchada que viene al fútbol femenino no viene a desahogarse; viene a acompañar. A ver al equipo de su vida sin miedo.
Desde lo alto de las tribunas de oriente, los cerros aparecían cubiertos de una neblina densa, como si fueran espectadores antiguos, inmutables, observando desde siempre los gestos del pueblo. Allí, donde la ciudad termina y la montaña empieza, los colosos de piedra asistían a la final como testigos mudos.
Y el partido comenzó.
Apenas corrían tres minutos y ya era de ida y vuelta. Universitario, empujado por su gente, tuvo la primera clara. Pierina Núñez controló en el área, giró, disparó… y el balón se perdió por centímetros. En la réplica, Alianza Lima tomó el balón, lo movió con calma y empezó a controlar el ritmo. Una falta al borde del área encendió las alarmas: tiro libre peligroso, y Campoverde casi anota en contra. El susto fue colectivo.
Canales intentó desde lejos. Sánchez respondió bien. Luego, otra vez Núñez frente a la portera íntima. Otro remate, otro milagro defensivo. El partido, aunque más pausado que el masculino, se jugaba con dientes apretados y el alma en los botines. En cada balón dividido, se jugaban más que tres puntos. Se jugaba la historia.

A los 35, el Monumental contuvo la respiración. Fabiola Herrera cometió mano en el área. La árbitra dudó, pero el VAR habló. Penal. Desde los doce pasos, Annaysa Silva, brasileña, pateó fuerte y cruzado. Gol. La bandera de Brasil ondeó entre sus manos como un acto de afirmación y orgullo. Silencio crema. 1-0 Alianza. Así terminó el primer tiempo.
En las tribunas, el ambiente se tensó. Entre la multitud descubrieron a un hincha aliancista. Insultos. Empujones. Pero nada estalló. La policía lo retiró con escudos. No hubo violencia. Solo rabia contenida. El segundo tiempo empezó con esa incomodidad aún flotando en el aire.
Y con la reanudación, vino la herida. Emily Flores casi pone el 2-0, pero no alcanzó el pase final. Minutos después, Silvani Oliveira no perdonó: derechazo certero al fondo del arco. Gol. Otra vez las íntimas celebrando. El marcador ya era pesado, más que los cuerpos, más que la garúa que seguía cayendo.
Silva se ganó la amarilla por una falta dura. Porras gritó gol, pero el VAR lo borró. Campoverde se levantó, la “U” buscó el descuento, Flores la estrelló en el travesaño. Pero la red no se movió. Y cuando el reloj marcó los últimos minutos, se notaba: Las jugadoras de Universitario ya no corrían, resistían. Las piernas pesaban. El alma también.

La árbitra pitó el final cuando la garúa ya había cesado. Apenas quedaba humedad sobre las butacas y los rostros. Como si hasta el cielo supiera que ya no era necesario llorar. Alianza Lima vencía 2-0 y se coronaba campeón. Pero no en cualquier cancha. Lo hizo en el Monumental. En la casa de su eterno rival. En silencio, las de crema miraban el festejo. Las íntimas levantaban los brazos al cielo. El fútbol femenino también tiene memoria. Y este 22 de junio se quedará para siempre en la historia.
El Monumental se vaciaba sin gritos, sin cantos, sin insultos. Solo pasos lentos, banderas recogidas, niños dormidos en los hombros de sus padres.
Y allá, en los cerros, la neblina comenzaba a levantarse. Como si los gigantes, por fin, dieran media vuelta y se marcharan en silencio.