Lecciones entre cerros. Profesor enseña en aula rural a gran altitud.
A más de 4.220 metros sobre el nivel del mar, donde el aire corta como vidrio y la vida cuesta más que en otros lugares, Juan Luis Menacho Taipe enseña comunicación y religión en el colegio público Segundino Jiménez Álvarez, en el centro Poblado de Paucaray, distrito de San Francisco de Rivacayco, provincia de Parinacochas, en el departamento de Ayacucho. Aquí, dar clases no es una rutina: es un acto de resistencia.
Hay lugares donde enseñar no es una tarea, sino una forma de no rendirse. Donde ser maestro es quedarse parado frente a la ausencia: de libros, de caminos, de Estado. Y aun así, seguir enseñando porque los alumnos llegan, y eso basta.
Desde lejos, parecen pueblos quietos. Pero si uno escucha bien, se oyen pasos: los de quienes caminan varias horas para llegar a clase. Y seguir insistiendo, aunque falte casi todo.
Puerta abierta, camino largo. Ingreso a la institución educativa Segundino Jiménez Álvarez.
A sus 60 años, se levanta a las 6 de la mañana con el sonido seco del viento entrando por las rendijas de su cuarto alquilado. “El agua está helada, no hay terma, pero igual hay que asearse. A veces uno se lava por partes nomás”, cuenta con resignación y una sonrisa que no disimula el cansancio, el frío es compañero habitual; las paredes del cuarto no lo detienen, y el sol no siempre lo ahuyenta. El desayuno- pan duro con un té caliente o leche cuando se puede— sirve más como símbolo que como sustento.
A las 7:45, el maestro ya está en la escuela. Afuera, los cerros, adentro, la voluntad. El colegio es pequeño, modesto, como el pueblo. Algunos niños y jóvenes caminan desde caseríos hasta dos horas para llegar. Las mochilas pesan menos que las distancias.
Saberes que resisten. Clase escolar en comunidad altoandina.
Paucaray es un distrito donde las mujeres aún visten con polleras tradicionales y colores vivos, como si resistieran al gris del olvido con tela y memoria. El Estado llega poco o nada: no hay comisaría, ni juez, ni fiscal. La justicia, como la educación, es comunitaria. Son las rondas populares quienes imponen el orden. Se reúnen en la plaza, deciden con mano firme y latigazos lo que debe corregirse. Juan fue invitado una vez a formar parte del comité: le tocó escribir las actas mientras dos hombres eran juzgados por el robo de un celular. La sentencia fue clara: treinta latigazos, sin apelación. “Aquí todo se resuelve así —cuenta—, salvo que sea algo muy grave, que se lleva a Coracora la capital de la provincia”
Centro sin centro. Plazuela principal del centro poblado de Paucaray, Parinacochas.
La escuela tiene Wi-Fi, pero solo dentro de su perímetro. Afuera, la única empresa con algo de señal es Bitel, y eso cuando el clima no lo decide lo contrario. “Cuando llueve, la señal desaparece por días. Algunos colegas ni tienen celular con internet porque el plan es caro, y solo usan el Wi-Fi del colegio”, dice Juan mientras camina entre aulas de concreto frío.
En la escuela del pueblo, los más pequeños reciben alimento en un comedor que funciona gracias al esfuerzo de las madres del pueblo. Ellas cocinan en turnos, con lo poco que se consigue: sopa con papas y carnecita de charqui —carne seca—, algo de arroz si lo hay. No hay presupuesto oficial ni supervisión del Estado. Solo voluntad. “Las mamás hacen lo que pueden. Y los chicos, a veces, ese es su único plato fuerte del día”, dice Juan.
La historia de Juan no es única, aunque debería serlo. En la sierra peruana, hay decenas, quizá cientos de docentes que trabajan bajo las mismas condiciones: pobreza estructural, aislamiento, frío, caminos rotos, recursos inexistentes. En muchos lugares del país, como en zonas altas de Cusco, Huancavelica, Apurímac o Puno, enseñar significa, literalmente, caminar cerros, cruzar ríos, dormir lejos de la familia, calentar el aula con palabras, inventar con cartulina lo que el Estado no manda.
En Paucaray, no hay librerías, no hay bibliotecas, no hay tiendas abastecidas. Lo que llega, cuesta. Lo que no llega, se improvisa.
“El colegio no tiene laboratorio, la sala de cómputo tiene máquinas antiguas, y algunos chicos nunca han usado una impresora”, cuenta Juan mientras observa a sus estudiantes resolver ejercicios en hojas recicladas. No se queja: relata. Porque quejarse no cambia nada. Enseñar sí.
A las 2:15 de la tarde, cuando acaban las clases, Juan no se va a descansar. A veces acompaña a sus alumnos —chicos que ya han aprendido más de la vida que de los libros— a atrapar vizcachas, esos conejos silvestres que corren entre piedras y yaretas. Otras veces pesca algunas truchas con ellos en riachuelos que cruzan el distrito. Lo que logren cazar o atrapar será parte de la cena.
“Una vizcacha sirve para todos en casa. Aquí no hay mercado, no hay muchas opciones. Se come lo que se consigue. Los chicos ya saben eso desde pequeños.”
La escuela no termina en el aula. También está en los caminos, en los puentes improvisados que cruzan los ríos, en las ollas compartidas, en las charlas bajo la neblina.
Juan es padre de hijos adultos. Viven lejos. “Uno no dice mucho, pero a veces los silencios pesan. Se extrañan. Se siente.” En el cuarto que alquila no hay televisión, apenas su cama, su cocina y algunos libros que lo acompañan, el alquiler, aunque modesto, se siente caro en un lugar donde no hay muchos medios para subsistir. Las llamadas, cuando las hay, dependen del clima. “En época de lluvia, se corta la señal por horas, incluso días. Uno ya sabe cuándo resignarse.” Entonces lee, escribe, espera.
Vocación entre paredes de adobe. Vivienda de docente rural.
Salir de Paucaray es otro reto. Aunque llegar a Coracora, la capital provincial, es relativamente fácil, el tramo entre esa ciudad y el distrito es largo, empinado, y maltratado por trochas que parecen hechas más para mulas que para autos. Los docentes deben contratar movilidad particular para entrar y salir del pueblo. No hay terminal ni servicio fijo.
Una vez, Juan quiso viajar a Lima. No había transporte disponible. Un alumno suyo, de esos que caminan más que hablan, se ofreció a llevarlo en su moto sencilla. Cruzaron toda la salida de Paucaray bajo una lluvia intensa, esquivando barro, piedras sueltas y quebradas. Al llegar a la carretera principal, no había transporte. Juan caminó durante una o dos horas más, ya de noche, con una linterna prestada. Finalmente, una camioneta que pasaba lo recogió. Así pudo llegar a Coracora y tomar el bus a Lima.
Lo cuenta sin dramatismo, como si se hablara del pan de cada día. Porque en Paucaray, esa clase de historias no son excepción. No es una historia épica, es una historia común es rutina. Y eso, justamente, es lo que la vuelve urgente.
Juan Luis Menacho Taipe no quiere ser héroe. No quiere medallas. Quiere que sus alumnos aprendan, que los materiales lleguen, que su trabajo no dependa del sacrificio extremo y aunque su aula tenga más frío que abrigo, y más carencias que recursos, lo suyo es enseñar. “A pesar de todo, los chicos están ahí. Y mientras ellos lleguen, yo también voy a estar.”
Su historia es también la de otros cientos de maestros andinos. No están solos, pero están lejos. Y en ese lejos, siguen enseñando. Con frío, con hambre, con recursos mínimos. Porque creen —todavía— que educar puede cambiar algo. Aunque el mundo no se dé cuenta.
Por: Nikolai Menacho